¿Qué es la Psicología?* Por Georges Canguilhem
Y la pregunta “¿qué es la psicología?”, en la medida en que no se permita a la filosofía buscarle la respuesta, se convierte en “¿a dónde quieren llegar
los psicólogos haciendo lo que hacen? ¿Qué es la Psicología?*
Georges Canguilhem
(Traducción: Nora Rosenfeld).
La pregunta “¿qué es la psicología?” parece más embarazosa para cualquier psicólogo que la pregunta “¿qué es la filosofía?” para cualquier filósofo. Porque
a la filosofía, la cuestión de su sentido y de su esencia la constituye, mucho más de lo que la define una respuesta a esa pregunta. El hecho de que la
pregunta renazca constantemente, a falta de respuesta satisfactoria, constituye para quien quiera poder denominarse filósofo, una razón de humildad y no
una cusa de humillación.
Pero para la psicología, la pregunta sobre su esencia o más modestamente, sobre su concepto, pone en cuestión también la existencia misma del psicólogo,
en la medida en que al no poder responder exactamente sobre lo que él es, se le hace difícil responder por lo que hace. Sólo le queda entonces buscar en
una eficacia siempre discutible la justificación para su importancia de especialista, y a más de un psicólogo no le disgustaría en absoluto que esa eficacia
engendrará en los filósofos un concepto de inferioridad.
Cuando decimos que la eficacia del psicólogo es discutible, no queremos decir que ilusoria; simplemente queremos hacer notar que sin duda está mal fundada,
en tanto no se pruebe que esa eficacia se debe realmente a la aplicación de una ciencia, es decir, en tanto que el estatus de la psicología no esté fijado
de tal manera que se la deba considerar por algo más y mejor que un empirismo compuesto, literalmente codificado para los fines de la enseñanza.
En realidad, ante muchos trabajos de psicología, extraemos la impresión de que mezclan a:
1. Una filosofía sin rigor.
2. Una ética sin exigencia
3. y una medicina sin control
Filosofía sin rigor, porque es ecléctica so pretexto de objetividad; ética sin exigencia, , porque asocia experiencias etológicas sin crítica, la del confesor,
el educador, el jefe, el juez, etc..; medicina sin control, puesto que las tres clases de enfermedades más ininteligibles y menos curables, enfermedades
de la piel, enfermedades de los nervios y enfermedades mentales, el estudio y el tratamiento de las dos últimas han proporcionado desde siempre observaciones
e hipótesis a la psicología.
Al parecer, por lo tanto, preguntando “¿qué es la psicología?” se plantea una pregunta que no es ni impertinente ni inútil.
Durante mucho tiempo se ha buscado la unidad característica del concepto de una ciencia en la dirección de su objeto. El objeto dictaría el método utilizado
para el estudio de sus propiedades. Pero en el fondo esto era limitar la ciencia a la investigación de un dato, a la exploración de un dominio. Cuando
se hizo evidente que toda ciencia se da a sí misma más o menos sus datos y por ese hecho se apropia de lo que se llama su dominio, el concepto de una ciencia
ha destacado progresivamente más su método que su objeto. O más exactamente, la expresión “objeto de la ciencia” ha recibido un sentido nuevo. El objeto
de la ciencia no es más solamente el dominio especifico de los problemas, de los obstáculos a resolver, es también la intención y las pretensiones del
sujeto de la ciencia, es el proyecto que constituye como tal a una conciencia teórica.
A la pregunta “¿qué es la psicología?”, se puede responder haciendo aparecer la unidad de su dominio, a pesar de la multiplicidad de los proyectos metodológicos.
A este tipo de respuestas pertenece la que dio brillantemente el profesor Daniel Lagache en 1974, ante una pregunta planteada, en 1936 por Edouard Claparade
(1). La unidad de la psicología es buscada aquí en su definición posible como teoría general de la conducta, síntesis de la psicología experimental, la
psicología clínica, el psicoanálisis, la psicología social y la etnología.
S i lo miramos bien, sin embargo, pensamos que tal vez esta unidad se parezca más a un pacto de coexistencia pacífica concluido entre profesionales, que
a una esencia lógica, obtenida por la revelación de una constancia en una variedad de casos. De las dos tendencias entre las cuales el profesor Lagache
busca un acuerdo sólido: la naturalista (psicología experimental), y la humanista (psicología clínica), tenemos la impresión de que la segunda parece tener
para él un peso mayor.
Sin duda, esto es lo que explica la ausencia de la psicología animal esta revisión de las partes en litigio. Ciertamente, vemos muy bien que esta comprendida
dentro de la psicología experimental, que en gran parte es una psicología de los animales, pero se encuentra allí encerrada como material sobre el que
se aplica el método. Y en efecto, una psicología sólo puede ser llamada experimental en razón de su método y no de su objeto. Mientras que, a pesar de
las apariencias, es por el objeto más que por el método que una psicología es llamada clínica, psicoanalítica, social, etnológica.
Todos estos adjetivos son indicativos de un solo y mismo objeto de estudio: el hombre, ser locuaz o taciturno, ser social o insociable. A partir de aquí
¿se puede hablar de una teoría general de la conducta, mientras no se ha resuelto la cuestión de saber si hay continuidad o ruptura entre el lenguaje humano
y el lenguaje animal, sociedad humana y sociedad animal?. Es posible que, en este punto le toque no a la filosofía decidir, sino a la ciencia, y en rigor
a varias ciencias, incluso a la psicología.
Pero entonces, para definirse la psicología no puede prejuzgar sobre aquello en lo que está llamada a juzgar. Sin lo cual es inevitable que proponiéndose
ella misma como teoría general de la conducta, la psicología haga suya alguna idea sobre el hombre. Entonces es necesario permitir a la filosofía preguntarle
a la psicología, ¿de dónde saco esa idea y si no lo hizo, en el fondo, de alguna filosofía?
Quisiéramos tratar, porque no somos psicólogos, de abordar la cuestión fundamental planteada por una vía opuesta, es decir, buscar si es o no la unidad
de un proyecto la que podría conferir su unidad eventual a las diferentes clases de disciplinas llamadas psicológicas. Pero nuestro procedimiento de investigación
exige un retroceso. Buscar los sectores comunes de los dominios puede hacerse por su exploración separada y su comparación en la actualidad (una decena
de años en el caso del profesor Lagache).
Buscar si algunos proyectos se encuentran, exige que se extraiga el sentido de cada uno de ellos, pero no cuando se ha perdido ya en el automatismo de
la ejecución, sino cuando surge de la situación que lo suscita. Buscar una respuesta a la pregunta “¿qué es la psicología?” se convierte para nosotros
en la obligación de esbozar una historia de la psicología, aunque por supuesto, , considerada solamente en sus orientaciones, en relación con la historia
de la filosofía y de las ciencias, una historia necesariamente teleológica porque está destinada a guiar hasta la pregunta planteada el sentido originario
y supuesto de las diversas disciplinas, métodos o empresas, cuya mescolanza actual legitima esta pregunta.
I. La Psicología Como Ciencia Natural.
Psicología significa etimológicamente ciencia del alma, pero es notable que una psicología independiente esté ausente, de hecho y de idea, de los sistemas
filosóficos de la antigüedad, en los que, sin embargo, la psique, el alma, era considerada como un ser natural. Los estudios relativos al alma se encuentran
repartidos entre la metafísica, la lógica y la física. El tratado aristotélico “Del Alma” es en realidad un tratado de biología general, uno de los escritos
consagrados a la física. Según Aristóteles, y según la tradición de la Escuela, los Cursos de Filosofía de principios del Siglo XVII tratan todavía del
alma en un capítulo de la Física (2).
El objeto de la física es el cuerpo natural y organizado que posee la vida en potencia, por lo tanto la física trata sobre el alma como forma del cuerpo
viviente, y no como sustancia separada de la materia. Desde este punto de vista, un estudio de los órganos del conocimiento, es decir, de los sentidos
exteriores (loso cinco sentidos usuales) y de los sentidos interiores (sentido común, fantasía, memoria), no difieren para nada del estudio de los órganos
de la respiración o de la digestión. El alma es un objeto natural de estudio, una forma en la jerarquía de las formas, incluso si su función esencial es
el conocimiento de las formas. La ciencia del alma es una provincia de la fisiología, en su sentido originario y universal de teoría de la naturaleza.
Es a esta concepción antigua que remonta, sin ruptura, un aspecto de la psicología moderna: la psico-fisiología –consideradas durante mucho tiempo como
psiconeurología exclusivamente (aunque hoy, además, como psico-endocrinología)—y la psicopatología como disciplina médica. Bajo este aspecto, no parece
superfluo recordar que antes de las dos revoluciones que han permitido el desarrollo de la fisiología moderna, la de Harvey y la de Lavoisier, debemos
a Galeno una revolución de no menor importancia que la teoría de la circulación o de la respiración, cuando establece clínica y experimentalmente después
de los médicos de la escuela de Alejandría, Herófilo y Erasistrato contra la doctrina aristotélica, y conforme a las anticipaciones de Alcmeón, de Hipócrates
y de Platón, que es el cerebro y no el corazón el órgano de la sensación y del movimiento, y la sede del alma.
Galeno funda verdaderamente una filiación ininterrumpida de investigaciones: neumatología empírica que duró siglos, y cuya pieza fundamental es la teoría
de los espíritus animales, destronada y revelada a fines del Siglo XVIII por la electro-neurología. Aún cuando es decididamente pluralista en su concepción
de las relaciones entre funciones psíquicas y órganos encefálicos, Gall procede directamente de Galeno y domina, a pesar de sus extravagancias, todas las
investigaciones sobre las localizaciones cerebrales, durante los sesenta primeros años del siglo XIX, hasta Broca inclusive. En suma, como psico-fisiología
y psicopatología, la psicología de hoy remonta siempre al siglo II.
II. La Psicología como Ciencia de la Subjetividad.
La decadencia de la física aristotélica en el siglo XVII marca el fin de la psicología como para-física, como ciencia de un objeto natural, y correlativamente
el nacimiento de la psicología como ciencia de la subjetividad-.
Los verdaderos responsables del advenimiento de la psicología moderna como ciencia del sujeto pensante, son los físicos mecanicistas del siglo XVII (3).
Si la realidad del mundo ya no es más confundida con el contenido de la percepción, si la realidad es obtenida y establecida por reducción de las ilusiones
de la experiencia sensible usual, el residuo cualitativo de esta experiencia compromete, por el hecho de ser posible como falsificación de lo real, la
responsabilidad propia del espíritu, es decir, del sujeto de la experiencia, en tanto éste no se identifica con la razón matemática y mecánica, instrumento
de la verdad y medida de la realidad.
Pero esta responsabilidad se presenta, a los ojos del físico, como una culpabilidad. La psicología se construye entonces como una empresa de disculpa del
espíritu. Su proyecto es el de una ciencia que, frente a la física, explica porqué el espíritu está obligado por naturaleza a engañar a la razón con respecto
a la realidad. La psicología se hace física del sentido externo, para explicar los contrasentidos, motivo de la acusación de la física mecanicista al ejercicio
de los sentidos en la función de conocimiento.
A) La Física del Sentido Externo.
La psicología, ciencia de la subjetividad, comienza pues como psicofísica por dos razones. Primero, porque sólo puede ser una física para ser tomada en
serio por los físicos. Segundo, porque debe buscar en una naturaleza, es decir, en la estructura del cuerpo humano, la razón de existencia de los residuos
irreales de la experiencia humana.
Pero esto no significa un retorno a la concepción antigua de una ciencia del alma, rama de la física. La nueva física es un cálculo, la psicología tiende
a imitarla. Buscará determinar constantes cuantitativas de la sensación y de las relaciones entre esas constantes.
Descartes y Malebranche son aquí los jefes de fila. En las “Reglas para la Dirección del Espíritu” (XII), Descartes propone la reducción de las diferencias
cualitativas entre datos sensoriales a una diferencia de figuras geométricas. Se trata aquí de los datos sensoriales en tanto son, en el sentido propio
del término, informaciones de un cuerpo por otros cuerpos; lo que es informado por los sentidos externos es un sentido interno: “la fantasía, que no es
otra cosa que un cuerpo real y figurado”.
En la regla XIV, Descartes trata expresamente sobre lo que Kant llamará la magnitud intensiva de las sensaciones (“Crítica de la Razón Pura”, analítica
Trascendental”, anticipación de la percepción): las comparaciones entre luces, entre sonidos, etc., pueden ser convertidas en relaciones exactas sólo por
analogía con la extensión del cuerpo figurado. Si agregamos que descartes, si bien no es el inventor propiamente del término y del concepto de reflejo,
ha afirmado, sin embargo la constancia de la vinculación entre la excitación y la reacción, vemos que una psicología, entendida como física matemática
del sentido externo, comienza con él, para culminar con Fechner, gracias a la ayuda de fisiologistas como Herman Helmholtz a pesar y contra las reservas
kantianas, criticadas a su vez por Herbart.
Esta variedad de psicología es extendida por Wundt a las dimensiones de una psicología experimental, sostenida por la esperanza de hacer aparecer, en las
leyes de “los hechos de conciencia”, un determinismo analítico del mismo tipo de aquél que la mecánica y la física permiten esperar para toda ciencia de
validez universal.
Fechner murió en 1887, dos años antes de la tesis de Bergson, “Ensayos sobre los datos inmediatos de la conciencia” (1889). Wundt murió en 1920, habiendo
formado muchos discípulos, algunos con vida hoy, y no sin haber asistido a los primeros ataques de los psicólogos de la Forma contra la física analítica,
a la vez experimental y matemática, del sentido externo, de acuerdo con las observaciones de Ehrefels sobre las cualidades de forma (Ueber Gestaltqalitaten,
1890), observaciones que a su vez están emparentadas a los análisis de Bergson sobre las totalidades percibidas, como formas orgánicas que dominan sus
partes supuestas (Ensayo, Cap. II).
B) La Ciencia del Sentido Interno.
Pero la ciencia de la subjetividad no se reduce a la elaboración de una física del sentido externo, se propone y se presenta como la ciencia de la conciencia
de sí, o la ciencia del sentido interno. El término psicología, con el sentido de ciencia del yo (Wolf), data del siglo XVIII. Toda la historia de esta
psicología puede escribirse como la historia de los contrasentidos cuyo origen está en las Meditaciones, pero sin que estas sean responsables.
Cuando Descartes, al principio de la Meditación III, considera su “interior” para tratar de volverlo más conocido y familiar para él mismo, esta consideración
apunta al pensamiento. El interior cartesiano, conciencia del ego cogito, es el conocimiento directo que el alma tiene de sí misma, en tanto entendimiento
puro. Las Meditaciones son llamadas por Descartes, Metafísicas, porque pretenden alcanzar directamente la naturaleza y la esencia del yo pienso en la aprehensión
inmediata de su existencia.
La Meditación cartesiana no es una confidencia personal. La reflexión que da al conocimiento del yo el rigor y la impersonalidad de las matemáticas no
es esa observación de sí que los espiritualistas, a principios del siglo XIX, no vacilarán en hacer apadrinar por Sócrates, con el fin de que Monsieur
Pierre-Paul Royer-Collard pudiese dar a Napoleón I la seguridad de que el conócete, el cogito y la introspección proporcionan al trono y al altar sus fundamentos
inexpugnables.
El interior cartesiano no posee nada en común con el sentido interno de los aristotélicos “que concibe sus objetos interiormente y dentro de la cabeza”
(4), y ya hemos visto que Descartes lo considera como un aspecto del cuerpo (Regla XIII). Es por esto que Descartes dice que el alma se conoce directamente
y más fácilmente que el cuerpo. Esta es una afirmación cuya intención polémica explícita se ignora a menudo, porque según los aristotélicos el alma no
se conoce directamente. “El conocimiento del alma no es directo, sino sólo por reflexión. Pues el alma es semejante al ojo que ve todo y que no puede verse
a sí mismo más que por reflexión como en un espejo.... y el alma igualmente sólo se ve y se conoce por reflexión y por reconocimiento de sus efectos” (5).
Tesis que suscita la indignación de Descartes, cuando Gassendi la retoma en sus objeciones contra la Meditación III, y a la que Descartes responde: “No
es el ojo quien se ve a sí mismo, ni el espejo, sino realmente el espíritu, que es el único que conoce al espejo, al ojo y a sí mismo”.
Ahora bien, esa replica decisiva no termina con este argumento escolástico. Maine de Biran lo vuelve una vez más contra Descartes en la Memoria sobre la
descomposición del pensamiento. A. Comte lo invoca contra la posibilidad de la introspección, es decir, contra ese método de conocimiento de sí que Pierre-Paul
Royer-Collard toma de Reid para hacer de la psicología la propedéutica científica de la metafísica, justificando por la vía experimental las tesis tradicionales
del sustancialismo espiritualista (6). Incluso Cvournot, con toda su sagacidad, no desdeña retomar el argumento en apoyo de la idea de que la observación
psicológica concierne más a la conducta del otro que al yo del observador, que la psicología está más cerca de la sabiduría (sagesse) que de la ciencia
y que “está inscrito en la naturaleza de los hechos psicológicos al traducirse en aforismos más que en teoremas” (7).
Ocurre que se ha ignorado la enseñanza de Descartes, constituyendo contra él una psicología empírica como historia natural del yo –de Locke a Ribot, pasando
por Condillac, los Ideólogos franceses y los utilitaristas ingleses--, y al mismo tiempo constituyendo a partir de él, según se creía, una psicología racional
fundada sobre la intuición de un yo sustancial.
A Kant le pertenece aún hoy la gloria de haber establecido que si Wolf pudo bautizar esos recien nacidos como post-cartesianos (psychologia Empírica, 1732;
Psicología Rationalis, 1734), no pudo, sin embargo, lograr fundar sus pretensiones a la legitimidad. Kant muestra por una parte, que el sentido interno
fenoménico sólo es una forma de la intuición empírica, que él tiende a confundir con el tiempo; por otra parte, mostró que el yo, sujeto de todo juicio
de apercepción, es una función de organización de la experiencia, pero del que no podría haber ciencia puesto que él es la condición trascendental de toda
ciencia.
Los primeros principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza (1786), cuestionan el alcance de ciencia de la psicología, ya sea según el modelo de
las matemáticas o el modelo de la física. No existe psicología matemática posible en el sentido en que hay una física matemática. Incluso si aplicamos
a las modificaciones del sentido interno, en virtud de la anticipación de la percepción relativa a las magnitudes intensivas, las matemáticas de lo continuo,
no obtendremos nada más importante que una geometría limitada al estudio de las propiedades de la línea recta.
Tampoco hay psicología experimental en el sentido en que la química se constituye por medio del uso del análisis y la síntesis. No podemos realizar experiencias
ni sobre nosotros mismos ni sobre otros, Y la observación interna altera su objeto. Pretender sorprenderse a uno mismo en la observación de sí, conduciría
a la alineación. Luego, la psicología sólo puede ser descriptiva. Su verdadero lugar esta dentro de una antropología, como propedéutica para una teoría
de la habilidad y de la prudencia, coronada por una teoría de la sabiduría.
C) La Ciencia del Sentido Intimo.
Si se llama psicología clásica a aquella que se cree refutar, hay que decir que siempre hay clásicos para alguien. Los Ideólogos, herederos de los sensualistas,
podían considerar clásica a la psicología escocesa que sólo bregaba como ellos por un método inductivo para afirmar mejor, contra ellos la sustancialidad
del espíritu. Pero la psicología atomística y analítica de los sensualistas y de los ideólogos era ya considerada como psicología clásica por un psicólogo
romántico como Maine de Biran, antes de ser vista como tal por la psicología de la Gestalt.
Para Maine de Biran la psicología se convierte en la técnica del diario íntimo y la ciencia del sentido íntimo. La soledad de Descartes era la ascesis
de un matemático. La soledad de Maine de Biran , es la ociosidad de un subprefecto. El yo pienso cartesiano funda el pensamiento en sí. El yo quiero biraniano
funda la conciencia para sí, contra la exterioridad. En su oficina afelpada Maine de Biran descubre que el análisis psicológico no consiste en simplificar
sino en complicar, que el hecho psíquico primitivo no es un elemento, sino ya una relación, que esa relación es vivida en el esfuerzo.
Llega a dos conclusiones, inesperadas en un hombre cuyas funciones son la autoridad, es decir, el mando: la conciencia requiere el conflicto de un poder
y de una resistencia; el hombre no es, como lo pensaba de Bonald, una inteligencia servida por órganos, sino una organización viviente servida por una
inteligencia. El alma necesita encarnarse, por lo tanto no hay psicología sin biología.
La observación de sí no dispensa de recurrir a la fisiología del movimiento voluntario ni a la patología de la afectividad. La situación de Maine de Biran
es única entre los dos Royer-Collard. Ha dialogado con el doctrinario y ha sido juzgado por el psiquiatra. Poseemos de Maine de Biran un Paseo con Monsieur
Royer Collard en los Jardines de Luxemburgo, y tenemos de Antoine-Athanase Royer collard, hermano menor del precedente, un Examen de la doctrina de Maine
de Biran (8).
Si Maine de Biran no hubiera leido y discutido a cabanis (Relaciones de lo físico y de lo moral del hombre, 1798), si no hubiera leido y discutido a Bichat
(Investigaciones sobre la vida y la muerte, 1800), la historia de la psicología patológica lo ignoraría, cosa que no puede hacer. Antoine-Athanase Royer
Collard es, después de Pinel y con Esquirol, uno de los fundadores de la Escuela Francesa de Psiquiatría.
Pinel había abogado por la idea de que los alienados son ala vez enfermos como los otros, ni posesos, ni criminales; y diferentes de los otros, por lo
tanto, debían ser atendidos separadamente de los otros y según los casos, separadamente en servicios hospitalarios especializados. Pinel fundó la medicina
mental como disciplina independiente, a partir del aislamiento terapéutico de los alienados en Bicetre y en La Salpetreiere. Royer Collard imita a Pinel
en la Casa Nacional de Charenton, de la que se convierte en jefe en 1805, el mismo año en que Esquirol sostiene su tesis de medicina sobre las pasiones
consideradas como causas, síntomas y medios curativos de la alineación mental.
En 1816, Roger collard se convierte en profesor de medicina legal de la facultad de Medicina de París, luego de 1821, primer titular de la cátedra de medicina
mental. Roger Collard y Esquirol tuvieron como alumno a Calmeil que estudió la parálisis en los alienados, a Bayle que reconoció y aisló la parálisis general,a
Felix Voisin que creó el estudio del atraso mental en los niños y es en La Salpetriere que después de Pinel, Esquirol, Lelut, Baillarger y Falret, entre
otros, Charcot se convierte en 1862, en jefe de un servicio cuyos trabajos serán seguidos por Theódule Ribot, Pierre Janet, el cardenal Mercier y Sigmund
Freud.
Hemos visto que la psicopatología comenzaba positivamente con Galeno, la vemos culminar con Freud, creador en 1896 del término Psicoanálisis. La psicopatología
se ha desarrollado en relación con las otras disciplinas psicológicas. Por la existencia de las investigaciones de Maine de Biran, la psicopatología obliga
a la filosofía a preguntarse, desde hace más de un siglo, a cuál de los dos Roger collard debe pedirse la idea que hay que tener sobre la psicología. De
este modo la psicopatología es al mismo tiempo juez y parte en el debate ininterrumpido cuya dirección ha sido legada a la psicología por la metafísica,
sin renunciar por otra parte a decir su opinión sobre las relaciones entre lo psíquico y lo físico.
Durante mucho tiempo esta relación ha sido formulada como somato-psíquica antes de convertirse en psico-somática. Esta inversión es la misma, por otra
parte, que la que se operó en la significación otorgada al inconsciente. Si se identifica psiquismo y conciencia –apoyándose en Descartes, equivocadamente
o no--, el inconsciente es de orden físico. Si se piensa que lo psíquico puede ser inconsciente, la psicología no se reduce ala ciencia de la conciencia.
La psicología no es ya solamente lo que está escondido, sino eso que se esconde, eso que escondemos, no es solamente lo íntimo, sino también –según un
término tomado por Bossuet a los místicos--, lo abisal. La psicología ya no es más sólo la ciencia de la intimidad, sino la ciencia de las profundidades
del alma.
III. La Psicología como Ciencia de las Relaciones y del Comportamiento.
Cuando proponía definir al hombre como una organización viviente servida por una inteligencia, Maine de Biran marcaba con anticipación –y al parecer mejor
que Gall, quien según Lelut, decía: “el hombre no es más una inteligencia, sino una voluntad servida por órganos” (9)--, el terreno sobre el que iba a
constituirse en el siglo XIX una nueva psicología. Pero al mismo tiempo, le asignaba sus límites, puesto que en su Antropología, situaba la vida humana
entre la vida animal y la vida espiritual.
El siglo XIX ve constituirse, al lado de la psicología como patología nerviosa y mental, como física del sentido externo, como ciencia del sentido interno
y del sentido íntimo, una biología del comportamiento humano. Pensamos que las razones de este advenimiento son las siguientes:
Primero: razones científicas. Como por ejemplo, la constitución de una biología como teoría general de las relaciones entre los organismos y los medios,
y que marca el fin de la creencia en la existencia de un reino humano separado.
Luego, razones técnicas y económicas, a saber, el desarrollo de un régimen industrial que orienta la atención hacia el carácter industrioso de la especie
humana, y que marca el fin de la creencia en la dignidad del pensamiento especulativo;
Finalmente, razones políticas, que se resumen en el fin de la creencia en los valores de privilegio social y en la difusión del igualitarismo: la conscripción
y la instrucción pública se convierten en asunto de Estado, la reivindicación de igualdad ante las cargas militares y las funciones civiles (a cada uno
según su trabajo, o sus obras, o sus méritos), es el fundamento real, aunque a menudo no percibido, de un fenómeno propio de las sociedades modernas: la
práctica generalizada del peritaje, en el sentido amplio del término, como determinación de la competencia y rastreo de la simulación.
Ahora bien, lo que caracteriza, según nosotros, a esta psicología de los comportamientos, en relación con los otros tipos de estudios psicológicos, es
su incapacidad constitucional para aprehender y exhibir con claridad su proyecto instaurador. Si entre los proyectos instauradores de ciertos tipos anteriores
de psicología, algunos pueden parecer contrasentidos filosóficos, aquí, por el contrario, ya que se niega toda relación con una teoría filosófica, se plantea
la cuestión de saber de dónde puede extraer su sentido una investigación psicológica semejante.
Aceptando convertirse, sobre el patrón de la biología, en una ciencia objetiva de las aptitudes, de las reacciones y del comportamiento, esta psicología
y esos psicólogos olvidan totalmente de situar su comportamiento especifico en relación con las circunstancias históricas y con los medios sociales dentro
de los cuales son llevados a proponer sus métodos o técnicas y a hacer aceptar sus servicios.
Nietzche, esbozando la psicología del psicólogo en el siglo XIX escribe: “Nosotros, psicólogos del futuro..., consideramos casi como un signo de degeneración
al instrumento que quiere conocerse a sí mismo, somos los instrumentos del conocimiento y quisiéramos tener toda la ingenuidad y la precisión de un instrumento,
por lo tanto, no debemos analizarnos a nosotros mismos, conocernos” (10).
¡Asombroso malentendido y cuán revelador! El psicólogo sólo pretende ser un instrumento, sin pretender saber de quién ni de qué es el instrumento. Nietzche
parecía mejor inspirado cuando, al principio de la Genealogía de la Moral, se había ocupado del enigma que representan los psicólogos ingleses, es decir,
los utilitaristas, preocupados por la génesis de los sentimientos morales. Se preguntaba entonces lo que había empujado a los psicólogos en la dirección
del cinismo, en la explicación de las conductas humanas por el interés, la utilidad y por el olvido de esas motivaciones fundamentales. Y he aquí que ante
la conducta de los psicólogos del siglo XIX Nietzche renuncia a todo cinismo provisionalmente, ¡es decir, que renuncia a toda lucidez!
La idea de utilidad, como principio de una psicología, provenía de la toma de conciencia filosófica de la naturaleza humana como poder de artificio (Hume,
Burke), o más prosaicamente de la definición del hombre como fabricante de herramientas (los enciclopedistas, Adam Smith, Franklin). Pero el principio
de la psicología biológica del comportamiento no parece haberse desprendido de la misma manera, de una toma de conciencia filosófica explícita, sin duda
porque no puede ser puesto en acción más que a condición de que permanezca informulado.
Este principio es la definición del hombre mismo como herramienta. Al utilitarismo, que implica la idea dela utilidad para el hombre, la idea del hombre
juez de la utilidad, sucedió el instrumentalismo, que implica la idea de la utilidad del hombre, la idea del hombre como medio de utilidad. La inteligencia
no es más eso que hace a los órganos y se sirve de ellos, sino lo que sirve a los órganos. Y no es impunemente que los orígenes históricos de la psicología
de reacción deben ser buscados en los trabajos suscitados por el descubrimiento de la ecuación personal que corresponde a los astrónomos que utilizan el
telescopio (Maskelyne, 1796). El hombre ha sido estudiado primero como instrumento del instrumento científico, antes de serlo como instrumento de todo
instrumento.
Las investigaciones sobre las leyes de la adaptación y del aprendizaje, sobre la relación del aprendizaje con las aptitudes, sobre la detección y la medida
de las aptitudes, sobre las condiciones del rendimiento y la productividad (ya se trate de individuos o de grupos)--, investigaciones inseparables de sus
aplicaciones a la selección o a la orientación--, admiten todas un postulado implícito común: lo propio de la naturaleza del hombre es de ser herramienta,
su vocación es de ser puesto en su lugar, en su tarea.
Por supuesto, Nietzche tiene razón en decir que los psicólogos quieren ser los “instrumentos ingenuos y precisos” de este estudio del hombre. Se han esforzado
por llegar a un conocimiento objetivo, incluso si el determinismo que investigan en los comportamientos no es hoy el determinismo de tipo newtoniano, con
el que estaban familiarizados los primeros físicos del siglo XIX, sino más bien un determinismo estadístico, progresivamente asentado sobre los resultados
de la biometría. Pero finalmente ¿cuál es el sentido de este instrumentalismo a la segunda potencia?, ¿qué es lo que empuja o inclina a los psicólogos
a convertirse, entre los hombres, en los instrumentos de una ambición de tratar al hombre como a un instrumento?
En los otros tipos de psicología, el alma o el sujeto, forma natural o conciencia de interioridad, es el principio que se ofrece para justificar como valor
una cierta idea del hombre en relación con la verdad de las cosas. Pero para una psicología en laque la palabra alma hace huir y la palabra conciencia,
reír, la verdad del hombre está dada en el hecho de que no existe más la idea del hombre en tanto que valor diferente del de una herramienta. Ahora bien,
hay que reconocer que para que pueda hablarse de una idea de herramienta, es necesario que no todas las ideas sean puestas en el rango de herramientas,
y que para poder atribuir a una herramienta algún valor, es necesario que no todo valor sea el de una herramienta cuyo valor subordinado consiste en procurarle
alguna cosa.
Si el psicólogo no extrae su proyecto de psicología de una idea del hombre, ¿cree poder legitimarlo por su comportamiento de utilización del hombre? Decimos
bien: por su comportamiento de utilización a pesar de dos objeciones posibles. En efecto, se nos puede hacer notar, por una parte, que este tipo de psicología
no ignora la distinción entre la teoría y la aplicación; por otra parte, que la utilización no es asunto del psicólogo, sino de aquél o aquellos que piden
informes o diagnósticos.
Nosotros respondemos que a menos que confundamos al teórico de la psicología y al profesor de psicología, debemos reconocer que el psicólogo contemporáneo
es, la más de las veces, un práctico profesional cuya “ciencia” está por completo inspirada por la búsqueda de”leyes” de la adaptación a un medio socio-técnico
–y no a un medio natural--, cosa que confiere siempre a sus operaciones de “medida” una significación de apreciación y un alcance de peritaje.
De manera que el comportamiento del psicólogo del comportamiento humano encierra casi obligatoriamente una convicción de superioridad, una buena conciencia
dirigista, una mentalidad de “manager” de las relaciones del hombre con el hombre. Es por eso que debemos volver a la pregunta cínica: ¿quién designa a
los psicólogos como instrumentos del instrumentalismo?, ¿en qué se reconoce a los hombres que son dignos de asignar al hombre –instrumento su rol y su
función?, ¿quién orienta a los orientadores?.
Es evidente que no nos colocamos en el terreno de las capacidades y de la técnica. Que haya buenos o malos psicólogos, es decir, técnicos hábiles después
de un aprendizaje o dañinos por estupidez no penada por la ley no es fundamental. Lo fundamental es que una ciencia, o una técnica científica, no contienen
por sí mismas ninguna idea que les confiera su sentido.
En su Introducción a la Psicología, Paul Guillaume hace la psicología del hombre sometido a una prueba de test. El testado se defiende contra una inquisición
semejante, teme que se ejerza sobre él una acción. Guillaume ve en este estado de espíritu un reconocimiento implícito de la eficacia del test. Pero se
podría también ver allí un embrión de psicología del encuestador. La defensa del encuestado es la repugnancia a verse tratado como un insecto por un hombre
a quién no reconoce ninguna autoridad para decirle lo que es y lo que debe hacer.
“Tratar como un insecto”, la frase es de Stendhal que la toma de Cuvier (11). ¿Y si nosotros tratáramos al psicólogo como a un insecto, si le aplicáramos
por ejemplo, al tétrico e insípido Kinsey la recomendación de Stendhal? En otras palabras, la psicología de reacción y de comportamiento, en los siglos
XIX y XX, creyó hacerse independiente separándose de toda filosofía, es decir, de la especulación que busca una idea del hombre, mirando más allá de los
datos biológicos y sociológicos. Pero esta psicología no puede evitar la recurrencia de sus resultados sobre el comportamiento de aquellos que los obtienen.
Y la pregunta “¿qué es la psicología?”, en la medida en que no se permita a la filosofía buscarle la respuesta, se convierte en “¿a dónde quieren llegar
los psicólogos haciendo lo que hacen?, “¿en nombre de qué se han instituido como psicólogos?”.
Cuando Gedeón recluta el comando de israelitas a cuyo frente conduce a los madianitas al otro lado del Jordan (La Biblia, Jueces, Libro VII), utiliza un
test de dos grados que le permite retener primero sólo diez mil hombres sobre treinta dos mil, luego trescientos sobre diez mil. Pero ese test debe al
Padre Eterno la finalidad de su utilización y el procedimiento de selección utilizado. Para seleccionar a un seleccionador, normalmente es necesario trascender
el plano de los procedimientos técnicos de selección.
En la inmanencia de la psicología científica la pregunta sigue existiendo: ¿quién tiene no ya la competencia sino la misión de ser psicólogo? La psicología
reposa siempre sobre un desdoblamiento, pero ya no es más el de la conciencia, según los hechos y las normas que comporta la idea del hombre, sino el de
una masa de “sujetos” y el de una élite corporativa de especialistas invistiéndose ellos mismos de su propia misión.
En Kant y en Maine de Biran, la psicología se sitúa en una Antropología, es decir, a pesar de la ambigüedad que actualmente está de moda de éste término,
en una filosofía. En Kant la teoría general de la habilidad humana sigue estando en relación con la teoría de la sabiduría (sagesse). La psicología instrumentalista
se presenta como una teoría general de la habilidad, fuera de toda referencia a la sabiduría (sagesse). Si no podemos definir esta psicología por una idea
del hombre, es decir, situar la psicología en la filosofía, no tenemos, por supuesto, el poder de prohibir a nadie que se autodetermine psicólogo y llame
psicología a lo que hace.
Pero tampoco nadie puede impedir que la filosofía continúe interrogándose sobre el estatus mal definido de la psicología; mal definido, tanto del lado
de las ciencias, como del lado de las técnicas. Haciendo eso, la filosofía se conduce con su ingenuidad constitutiva, tan poco parecida a la simpleza que
no excluye un cinismo provisorio, y que la conduce a volverse una vez más hacia el costado popular, es decir, el costado nativo de los no especialistas.
Muy vulgarmente entonces, la filosofía le pregunta a la psicología: ¿dime hacia qué tiendes para que yo sepa qué cosa eres?. Pero el filósofo puede también
dirigirse al psicólogo –por una vez puede pasar—bajo la forma de un consejo de orientación, y decir: cuando se sale de la Sorbona por la calle Saint Jacqes,
se puede ir calle arriba o calle abajo, si se va hacia arriba, nos acercamos a l Panteón que es el conservatorio de algunos grandes hombres; pero si vamos
hacia abajo, nos dirigimos directamente a la Prefectura de Policía.
Notas.
1) L’Unite de la Psychologie, P.U.F. Paris, 1949.
2) Cf. Sciplon du Pleix: Corps de Philosophie contenent la Logique, la Physique, la Metaphysiique et l’Ethique. Ginebra, 1636. (Primera edición, Paris,
1607).
3) Cf. Aron Gurwitsch: Developpement Historique de la Gestalt-Psychologie, in Thales, 11 año, 1935; págs. 167 a 175.
4) Scipion Du Pleix: op cit., Physique; pág. 439.
5) Ibid.; pág. 353.
6) Cours de Philosophie Positive, Primera Lección.
7) Essais sur les fondements de nos connaissances, 1851; págs 371 a 376.
8) Publicado por su hijo Hyacinthe Roger Collard, en Annales Médico-Psycholoogiques, 1843. Tomo II; pág. 1.
9) ¿Qu’est-ce que la Phrenologie? Ou essai sur la signification et la valeur des systemes de psychologie en Général et de celui de Gall en particulier,
Paris 1836; pág. 401.
10) La volonté de Puissance, Traducción de Bianquis, Libro III, Pág 335.
11) “En lugar de odiar al pequeño librero de la aldea vecina que vende el Almanaque Popular, decía yo a mi amigo de Ranville, aplíquele el remedio indicado
por el célebre Cuvier; trátelo como a un insecto. Busque cuálesson sus medios de subsistencia, trate de adivinar sus maneras de hacer el amor” (Memories
de un Touriste, Ed. Calmann-Levy, Tomo II, Pág. 23).
* El presente texto era utilizado en la Cátedra de Psicología General por el Profesor Nestor Braunstein (Psicoanalista Argentino), radicado en México actualmente.
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martes, 1 de julio de 2008
कांसप्तो दे salud
Georges
Canguilhem y
el estatuto
epistemológico del
concepto de salud
Sandra Caponi
Doutora em lógica e filosofia da ciência,
profa. do Departamento de Saúde Pública da
Universidade Federal de Santa Catarina.
Rua João Pio Duarte Silva, 84/501, Córrego Grande,
88037-000, Florianópolis, SC — Brasil
E-mail: sandrap@repensul.ufsc.br
Revisão: Lucía d’Albuquerque
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HISTÓRIA, CIÊNCIAS, SAÚDE Vol. IV (2)
SANDRA CAPONI
L
a tematización de la salud, como una cuestión filosófica, pa-
rece tener por lo menos dos justificaciones plausibles. La
primera es que la salud es un tema filosófico frecuente en la
época clásica. De ese asunto se han ocupado, entre otros autores,
Leibniz, Diderot, Descartes, Kant y posteriormente Nietzsche.
Pero, cuando hablamos de salud parece ser Descartes quien se
ha convertido en una referencia obligada, desde el momento en
que se le atribuye la “invención de una concepción mecanicista
de las funciones orgánicas” (Canguilhem, 1990b, p. 20). Sin
embargo, esta afirmación parece ocultar algunas contribuciones
del pensamiento cartesiano. Por un lado está la distinción que se
debe hacer, según se indica en la VI meditación, entre un
mecanismo y un cuerpo humano, como por ejemplo, entre un
“reloj desregulado” y un “hombre hidrópico” (Descartes, 1981,
p. 73). Esta distinción, que difiere de aquella que podemos hacer
entre un reloj regulado y uno desregulado, indica la diversidad
existente entre la regulación maquínica y las funciones orgánicas
del hombre.
Por otro lado, y tal como lo afirma Maurice Merleau-Ponty,
será también Descartes quien reconocerá la existencia de una
parte del cuerpo humano vivo que es inaccesible a los otros, que
es, pura y exclusivamente, “accesible a su titular”. Será justamente
a partir de esta indicación de Descartes que Canguilhem construirá
su argumentación referida a la salud como un concepto vulgar y
como una cuestión filosófica. Aunque en la misma insistirá en la
necesidad de no tomar en serio el mecanicismo cartesiano pues,
según dirá, es imposible hablar de salud en un mecanismo.
La segunda justificativa será enunciada por Canguilhem en el
texto ya referido: La santé: concept vulgaire e question
philosophique. Allí nos recordará, siguiendo a Merleau-Ponty,
que “la filosofía es el conjunto de cuestiones donde aquel que
cuestiona es el mismo puesto en cuestión” (Canguillem, 1990b,
p. 36). En la medida en que todos nosotros compartimos esos
hechos propios de la condición humana, como son el padecimiento
del dolor y el sufrimiento, y en la medida en que todos vivimos
silenciosamente ese fenómeno al que le damos el nombre de
salud, parece que nos deparamos inevitablemente con una de
esas cuestiones en la que necesariamente estamos involucrados,
en la que necesariamente nos ponemos nosotros mismos en
cuestión.
De hecho no fue exclusivamente el pensamiento filosófico
clásico quien se ocupó de la salud. Basta que recordemos a
Nietzsche. Posteriormente serán Maurice Merleau-Ponty y Georges
Canguilhem quienes tomarán la salud como objeto de problematización
filosófica. El primero, centrándose en la temática de la corporeidad;
el segundo, en la oposición normal-patológico y en la historia de las
ciencias bio-médicas.
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GEORGES CANGUILHEM Y EL ESTATUTO
Nos proponemos hacer aquí una revisión de la conceptualización
de la salud que Georges Canguilhem hará en diversos textos. De manera
obligada deberemos detenernos en el análisis de la primera edición de
Lo normal y lo patológico que data de 1943, así como en los ensayos
que después de veinte años darán lugar a la versión revisada de esa
obra. Con todo, será casi cincuenta años después de la primera edición
de Lo normal y lo patológico, en el año 1990, que este autor
problematizará el estatuto epistemológico de esa noción. Entonces,
intentará dar respuesta a la pregunta de si debemos hablar de un
concepto científico, de un concepto vulgar o de una cuestión filosófica
cuando nos referimos a la salud.
Canguilhem (1990b, p. 13) tomará como punto de partida para
este análisis a la tercera parte del Conflicto de las facultades de I.
Kant: “Podemos sentirnos bien, esto quiere decir, juzgar según
nuestra impresión de bienestar vital, pero nunca podemos saber si
estamos bien. La ausencia de la impresión (de estar enfermo) no le
permite al hombre expresar que él está bien, sino aparentemente
decir que él aparentemente está bien.” Lo que Kant afirma en
estas pocas y simples líneas es de absoluta relevancia. Nos invita a
pensar que la salud es un objeto ajeno al campo del saber objetivo.
Por su parte Canguilhem endurecerá y llevará al límite ese enunciado
kantiano al sustentar la tesis de que “no hay ciencia de la salud. La
salud, dirá, no es un concepto científico, es un concepto vulgar.
Esto no quiere decir trivial sino simplemente común, al alcance de
todos” (Canguilhem, idem, p. 14). Podemos decirlo de otro modo.
La salud no pertenece al orden de los cálculos, no es el resultado
de tablas comparativas, leyes o promedios estadísticos y, por lo
tanto, no pertenece al ámbito de los iniciados. Es, por el contrario,
un concepto que puede estar al alcance de todos, que puede ser
enunciado por cualquier ser humano vivo.
Para sostener esta tesis revisará rápidamente el discurso científico
mostrándonos que fisiólogos y biólogos prefieren prescindir de
cualquier conceptualización de la salud. Tal es el caso de Starling,
fisiólogo inglés inventor del término hormonio, en cuyo tratado,
Principios de humam phisiology, no aparece, en ningún momento,
la palabra ’health’ indexada. Claude Bernard, por su parte, parece
asociar la salud con divagaciones metafísicas. Así, aunque pueda
utilizar la expresión “organismo en estado de salud”, afirmará
explícitamente que “sólo hay en fisiología condiciones propias
para cada fenómeno que es preciso determinar exactamente, sin
perderse en divagaciones sobre la vida, la muerte, la salud, la
enfermedad y otras entidades de la misma especie” (idem, ibidem,
p. 19).
Esta exclusión explícita del concepto de salud del ámbito que
es propio del discurso científico, resulta ser altamente significativa.
Si nos preguntamos por los motivos de tal exclusión veremos que
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HISTÓRIA, CIÊNCIAS, SAÚDE Vol. IV (2)
SANDRA CAPONI
se deriva necesariamente del hecho de negarnos a aceptar esa
antigua y arraigada asociación por la cual se vincula la salud del
cuerpo con un efecto necesario de tipo mecánico. Si nos negamos
a aceptar la asociación cuerpo-mecanismo y pensamos que para
una máquina su estado de funcionamiento no es su salud y que su
desregulación nada tiene que ver con la enfermedad, entonces
deberemos excluir del concepto de salud las exigencias de cálculo
(de contabilidad) que poco a poco absorbieron su sentido individual
y subjetivo. Lo cierto es que, a partir del momento en que hablamos
de la salud como un fenómeno “no contabilizado, no condicionado,
no medido por aparatos”, la misma “dejará de ser un objeto para
aquel que se dice o se piensa especialista en salud” (idem, ibidem,
p. 24). Ocurre que cuando hablamos de salud no podemos evitar
las referencias al dolor o al placer y de ese modo estamos
introduciendo, sutilmente, el concepto de “cuerpo subjetivo”.
Entonces, no podremos dejar de hablar en primera persona allí
donde el discurso médico se obstina en hablar en tercera persona.
La trayectoria de Canguilhem como epistemólogo e historiador
de las ciencias nos impiden pensar que estas afirmaciones
pretendan sustentar una vuelta a la naturaleza salvaje o un
individualismo radical. De todos modos, en el texto referido,
Canguilhem tomará cuidado de distanciar este concepto vulgar
de salud, así como el concepto de cuerpo subjetivo o aquello
que llama de “salud en estado libre”, de esas modalidades actuales
de pensamiento que son el naturalismo y el anti-racionalismo.
Canguilhem está consciente de que “la defensa de la salud salvaje
privada, por no tomar en consideración la salud científicamente
condicionada, adoptó todas las formas posibles, inclusive las más
ridículas”.
1
El cuerpo subjetivo no es lo otro del saber científico, uno no
representa la alteridad radical del otro. Por el contrario, el cuerpo
subjetivo precisa de esos saberes que le sugieren aquellos artificios
que le permitirán sostenerse. “Una cosa es preocuparse por el
cuerpo subjetivo y otra es pensar que tenemos la obligación de
liberarnos de la tutela, juzgada represiva, de la medicina.” “El
reconocimiento de la salud como verdad del cuerpo, en sentido
ontológico, no sólo puede sino que también debe admitir la
presencia, como margen y como barrera, de la verdad en sentido
lógico, o sea de la ciencia. Ciertamente, el cuerpo vivido no es un
objeto, pero para el hombre vivir es también conocer” (idem,
ibidem, p. 36)
Esa salud sin idea, “presente y opaca”, es de todos modos lo
que valida y soporta las intervenciones que el saber médico puede
sugerir como artificios para sustentarla. Si hablamos de sugerir es
porque es necesario que el saber médico se disponga a aceptar
que cada uno de nosotros lo instruya sobre aquello que “solo yo
1
Canguilhem (1990,
p. 34) hará una
referencia significativa
en este punto. Dirá
que “el mismo hombre
que militó por una
sociedad sin escuelas
apeló por una
insurrección contra lo
que llamó de
‘expropiación de la
salud’, haciendo así una
clara alusión a Némesis
de la medicina, de
Ivan Illich.
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GEORGES CANGUILHEM Y EL ESTATUTO
estoy capacitado para decirle”. Mi médico será, entonces, aquel
que me auxilie en la tarea de dar un sentido, que para mi no es
evidente, a ese conjunto de síntomas que de manera solitaria no
consigo descifrar. Un verdadero médico, dirá Canguilhem, será
aquel que acepte ser un exégeta más que un conocedor.
Si concordamos con Canguilhem en esta tesis de que no existe
un “concepto científico” de salud, entonces deberemos intentar
esclarecer que es lo que entiende por aquello que llamó de
“concepto vulgar”. Creemos que la delimitación de este concepto
nos permitirá llevar adelante un cuestionamiento de esas
definiciones de salud, que parecen ser en menor o mayor grado
aceptadas por todos (más o menos hegemónicas), para poder señalar
así cuales son sus límites y dificultades.
Pensemos en la definición dada por la Organización Mundial de
Salud (OMS) y por la VIII Conferencia Nacional de Salud (Brasília,
marzo de 1986) o aquella fundamentada en la idea de equilibrio y
de adaptación al medio. De ahí que nuestro interés en problematizar
esas conceptualizaciones corrientes de la salud tiene como objetivo
fundamental evidenciar que el ámbito de los enunciados, el ámbito
de los discursos, está en permanente cruzamiento con el ámbito de
lo no discursivo, de lo institucional. Es por ello que la aceptación de
determinado concepto implica mucho más que un enunciado, implica
el direccionamiento de ciertas intervenciones efectivas sobre el cuerpo
y la vida de los sujetos, implica la redefinición de ese espacio
donde se “ejerce el control administrativo de la salud de los
individuos”. Comencemos ahora por analizar e intentar esbozar ese
concepto vulgar de salud que propone Canguilhem.
La salud como apertura al riesgo
Ese concepto vulgar, que escapa de todo cálculo, tanto de
promedios estadísticos como de medición por aparatos, esa salud
no condicionada, es pensada por Canguilhem en términos de
“margen de seguridad”. Es por eso que dirá que al hablar de una
salud deficiente estamos hablando de “la restricción del margen de
seguridad, la limitación del poder de tolerancia y de compensación
a las agresiones del medio ambiente” (idem, ibidem, p. 35). Como
vemos, cincuenta años después, Canguilhem permanecerá fiel a
aquello que llamó de un esbozo de definición de salud en el año
1943. La salud era entendida entonces por referencia a la posibilidad
de enfrentar situaciones nuevas, por el margen de tolerancia (o de
seguridad) que cada uno posee para enfrentar y superar las
infidelidades del medio.
Quizás la mayor riqueza del análisis de Canguilhem esté en su
insistencia en tomar como punto de partida las infidelidades, los
errores. Lo normal y lo patológico introduce una importante
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SANDRA CAPONI
inversión en los estudios referidos a la salud, una inversión por la
cual se privilegia el estudio de las anomalías, de las variaciones,
de los errores, de las monstruosidades, de las infracciones y de las
infidelidades, para así comprender e intentar demarcar el alcance
y los límites de los conceptos de normalidad, media, tipo y salud.
Como él mismo afirmará veinte años después de esa primera
edición: “hoy insistiría en la posibilidad y aún en la obligación de
esclarecer las formaciones normales por el conocimiento de las
formas monstruosas. Afirmaría, aún con mayor convicción, que no
hay diferencia entre una forma viva perfecta y una forma viva
malograda” (idem, 1990a, p.13). Este privilegio concedido al error
nos habla claramente de un concepto de salud que es ajeno a
cualquier padronización y a cualquier determinación fija y
preestablecida. El concepto de salud que será enunciado a partir
de allí deberá considerar e integrar las variaciones y las anomalías,
deberá ser lo suficientemente relativo como para atender a las
particularidades de aquello que para unos y para otros está contenido
en su percepción de lo que es “salud” y “enfermedad”. Siguiendo
esta misma línea argumentativa, Christophe Dejours (1986, p. 8) podrá
afirmar, refiriéndose específicamente al trabajo, que “es la variedad,
la variación, los cambios, lo que resulta más favorable a la salud”.
Pensar en la salud a partir de las variaciones y de las anomalías
implica negarse a aceptar un concepto que se pretenda de valor
universal, y consecuentemente, implica negarse a considerar la
enfermedad en términos de dis-valor o contra-valor. “Al contrario de
ciertos médicos siempre dispuestos a considerar las enfermedades
como crímenes porque los interesados son de cierta forma
responsables, por exceso o por omisión, creemos que el poder y la
tentación de tornarse enfermo es una característica esencial de la
fisiología humana. Transponiendo una frase de Paul Valéry, se puede
decir que “la posibilidad de abusar de la salud forma parte de la
salud” (Canguilhem, 1990a, p. 162). Desde esta perspectiva la salud
puede ser pensada como la posibilidad de caer enfermo y de poder
recuperarse, como “una guía reguladora de las posibilidades de
acción”. “Lo normal es vivir en un medio en que fluctuaciones y
nuevos acontecimientos son posibles” (idem, ibidem, p. 146).
Este análisis nos remite al concepto de “cuerpo subjetivo” al que
ya hicimos referencia. Y es a partir de esa singularidad que se pensará
al cuerpo vivo, “ese existente singular cuya salud expresa los poderes
que lo constituyen a partir del momento en que debe vivir bajo la
imposición de tareas, esto es en relación a la exposición a un medio
que él mismo no escogió” (idem, 1990b, p. 22). Es esa posibilidad,
diferente en cada uno de nosotros, de representarnos el conjunto de
capacidades o poderes que poseemos para conseguir enfrentar las
agresiones a las que necesariamente e inevitablemente estamos
expuestos.
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GEORGES CANGUILHEM Y EL ESTATUTO
Ahora bien, este cuerpo no es una esencia presente de una vez
y para siempre. Supone una duplicidad: por un lado es aquello
que nos es dado (el genotipo), pero por otro, es algo que pertenece
al orden del efecto, es un producto (un fenotipo). Es en el juego
de esa duplicidad que se recortan las singularidades y que se
definen las capacidades para enfrentar las infidelidades. En el
primer caso, y al hablar de las composiciones peculiares del
patrimonio genético que existe en cada uno de nosotros, Canguilhem
resaltará que los errores de codificación genética pueden o no
determinar la existencia de patologías según sean las demandas
que el medio impone a los sujetos.
Pero es a partir del cuerpo entendido como efecto, como
producto, que surgen cuestiones teóricas y políticas que merecen
ser analizadas de manera detenida. “El cuerpo es un producto en
la medida en que su actividad de inserción en un medio
característico, su modo de vida escogido o impuesto, deporte o
trabajo, contribuyen a modelar su fenotipo, o sea a modificar su
estructura morfológica llevando a singularizar sus capacidades”
(idem, ibidem, p. 24).
Existen aquí dos cuestiones, referidas a dos modalidades diversas,
que adquiere el vínculo entre salud y sociedad que precisan ser
consideradas. Por un lado, existen condiciones de vida impuestas,
convivencia en un medio con determinadas características que no
son ni podrían ser escogidas: alimentación deficiente, analfabetismo
o escolaridad precaria, distribución perversa de la riqueza,
condiciones de trabajo desfavorables, etc. Todas estas características,
sumadas a las diferencias existentes en relación a las condiciones
de saneamiento básico, constituyen ese conjunto de elementos
que precisa ser considerado a la hora de programar políticas públicas
e intervenciones tendientes a crear estrategias de transformación
de las desigualdades que se definen como causas predisponentes
para diversas enfermedades. Hasta aquí la etiología social de la
enfermedad nos remite al ámbito de lo público y es en ese ámbito
que deberían delinearse las estrategias de intervención.
Por otra parte, existen estilos de vida escogidos, elecciones y
conductas individuales que pertenecen al ámbito de lo privado
pero que, sin embargo, también consideramos como datos a ser
explicitados cuando hablamos de “etiología social”. Es preciso
recordar que la normalización de las conductas y de los estilos de
vida forma parte del propio nacimiento de la medicina social.
Desde entonces, el ámbito de lo público y el ámbito de lo privado,
comenzaron a borrar sus fronteras haciendo que las políticas de
salud se conviertan en intervenciones, muchas veces coercitivas,
sobre la vida privada de sujetos considerados como “promiscuos”,
“alienados” o simplemente “irresponsables”. Al hablar del cuerpo
como un producto debemos considerar la complejidad de esa
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HISTÓRIA, CIÊNCIAS, SAÚDE Vol. IV (2)
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distinción que es aparentemente trivial (basta pensar en las políticas
de vacunación), pues, hasta hoy parece existir una falta de simetría
entre las intervenciones que privilegian uno u otro de esos ámbitos.
Así parece que resulta más simple normalizar conductas que
transformar condiciones perversas de existencia. “Es aquí que cierto
discurso encuentra su ocasión y justificación. Este discurso es el de
la higiene, disciplina médica tradicional, recuperada y disfrazada
por una ambición socio-político-médica de reglamentación de la
vida de los individuos.”
Esa consideración del cuerpo como algo dado y como un
producto llevará a Canguilhem a diferenciar la salud como estado
y como orden. Al hablar de la salud como un estado del cuerpo
dado, Canguilhem retomará el esbozo de esa definición de salud
que en 1943 diera en Lo normal y lo patológico. Es “poder caer
enfermo y recuperarse” y así al superar las enfermedades
convertirse en un cuerpo “más válido”. Es a partir de aquí que
podemos pensar en Pasteur. Acaso “la vacuna no es el artificio
de una infección justamente calculada para permitirle al organismo
oponerse, a partir de allí, a una infección salvaje?” (idem, ibidem,
p. 26). Por el contrario, una salud deficiente es aquella cuyo
margen de tolerancia es reducido. Así, lo que más tememos al
caer enfermos es la debilidad que nos expone a enfermedades
futuras disminuyendo de ese modo nuestro margen de seguridad.
Por otra parte, al referirse a la salud como expresión del cuerpo
“producto”, Canguilhem dirá que “es una seguridad vivida en el
doble sentido de seguridad contra el riesgo y de audacia para
corregirlo. Es el sentimiento de tener la capacidad de superar las
capacidades iniciales, es poder mandar a hacer al cuerpo aquello
que en principio parecía imposible” (idem, ibidem, p. 27). Y esto
puede ser dicho no sólo de los atletas o de las personas que
consiguen ajustar su organismo a exigencias diferentes de aquellas
que son esperables, sino también de aquellas que consiguen
transformar, corregir un medio social que es adverso. Salud es
entonces poseer una capacidad de tolerancia o de seguridad que
es más que adaptativa.
Por el contrario, la disminución de la salud referida al cuerpo
entendido como producto supone límites a esas compensaciones
contra las agresiones del medio. Y de la misma manera en que
ciertas enfermedades contribuyen a disminuir ese margen de
tolerancia, existe todo un conjunto de condiciones desfavorables
de existencia que deben ser consideradas como siendo causas
predisponentes para enfermedades futuras, tal es el caso de: falta
de alimentación adecuada, trabajo infantil, desnutrición o exposición
a inclemencias ambientales. Resta ahora intentar analizar, a partir
de este “concepto vulgar” esbozado por Canguilhem, aquellas
definiciones y conceptualizaciones de la salud que hoy son, de
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GEORGES CANGUILHEM Y EL ESTATUTO
manera general, aceptadas para poder señalar así cuales son sus
límites y dificultades.
La salud como equilibrio
El equilibrio entre el organismo y el medio es, quizás, el modo
más clásico y antiguo de conceptualizar la salud. Recordemos que
una de las primeras definiciones que la historia nos revela se
refiere a la salud como equilibrio. Galeno, en uno de sus 83 textos
llamado Definiciones médicas, afirma que “la salud es el equilibrio
íntegro de los principios de la naturaleza, o de los humores que en
nosotros existen, o la actuación sin ningún obstáculo de las fuerzas
naturales. O, también, es la cómoda armonía de los elementos”
(Moura, 1989, p. 42).
Esta definición clásica, aunque transformada, permanece hasta
nuestros días bajo las más diversas enunciaciones. Hoy podemos
encontrarla como marco obligado de referencia para diferentes
grupos profesionales del área de salud. Tal es el caso de la definición
dada por Perkins: “salud es un estado de relativo equilibrio de
forma y de función del organismo que resulta de su ajuste dinámico
satisfactorio a las fuerzas que tienden a perturbarlo. No es un
interrelacionamiento pasivo entre la materia orgánica y las fuerzas
que actúan sobre ella, sino más bien una respuesta activa del
organismo en el sentido de ajuste” (Kawamoto, 1995, p. 11). La
crítica más frecuente dirigida a este concepto dirá que aun cuando
se hable de equilibrio dinámico y de respuesta activa, la crítica se
restringe pura y exclusivamente al ámbito de lo biológico, de lo
orgánico y así acaba reduciendo el fenómeno de la salud a un
mecanismo adaptativo sin detenerse a problematizar el hecho de
que muchas veces es el propio medio el que determina y condiciona
la aparición y la distribución social de las enfermedades. En tal
sentido se dirá que nos encontramos frente a un concepto restricto
y negativo. La salud es entendida exclusivamente como ausencia
de enfermedad y será como respuesta a esa restricción que surgirán
otros conceptos “ampliados” que afirmarán que la salud es algo
más que esa ausencia. En esta línea deberemos ubicar la definición
de salud dada por la OMS y aquella que fue enunciada en la VIII
Conferencia Nacional de Salud que, como veremos, también precisan
ser revisadas.
En la misma línea argumentativa, Ingman Pörn (1984, p. 7)
conceptualizará la salud en términos de equilibrio y afirmará que
“la salud es el estado que una persona obtiene exactamente en el
momento en que su repertorio de acción es relativamente adecuado
a los objetivos por ella establecidos”. Lennart Nordenfelt (1984, p. 12)
será categórico en su crítica a esta definición. Como él mismo
afirma, su principal objeción se dirije a la tesis del equilibrio cuyo
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HISTÓRIA, CIÊNCIAS, SAÚDE Vol. IV (2)
SANDRA CAPONI
problema crucial se encuentra en la variabilidad existente entre
los objetivos propuestos por diferentes personas. Si consideramos
esta variabilidad y el hecho de que muchas veces establecemos
metas que son inalcanzables, situaciones en las cuales no existe
armonía entre el repertorio de acciones y los objetivos establecidos,
parece que nos encontraríamos a cada paso con un caso de
enfermedad. Refiriéndose a la definición de Pörn dirá: “creo que
es obvio que allí se envuelve un uso considerablemente elástico
de la connotación que comúnmente damos a la ‘enfermedad’. Acaso
podemos aceptar la idea de que todos los casos de ‘fracaso’ (cuando
se debe a causas interpersonales) son casos de enfermedad?”
Nordenfelt parecería inscribirse así dentro de la perspectiva
teórica abierta por Canguilhem. Recordemos que para éste último
las infidelidades del medio, los fracasos, los errores y el malestar
forman parte constitutiva de nuestra historia porque nuestro mundo
es un mundo de accidentes posibles. Y es a partir de nuestra capacidad,
que no es unívoca sino diversa, para tolerar esas infracciones que
debemos pensar en el concepto de salud. Siendo así, la salud no
puede ser reducida a un mero equilibrio o capacidad adaptativa, sino
que debe ser pensada como esa capacidad que poseemos de instaurar
nuevas normas en situaciones que nos resultan adversas.
Recordemos que la salud puede definirse como “el conjunto de
seguridades en el presente y de seguros para el futuro”, como la
posibilidad de caer enfermo y recuperarse. La salud es en definitiva,
algo así como “un lujo biológico”. Como vemos, este concepto
nada tiene que ver con los parámetros de equilibrio, de adaptación
o de conformidad con el medio ambiente. Nada tiene que ver con
un interrelacionamiento pasivo entre la materia orgánica y las fuerzas
que actúan sobre ella, pero tampoco puede ser reducido a una
respuesta activa del organismo en el sentido de reajuste.
Podríamos decir que la definición de salud dada por Canguilhem
supone esta capacidad de adaptación. Sin embargo, la excede. Es
que la explicación orgánica de ajuste o adaptación no corresponde,
desde su perspectiva teórica, al concepto de salud sino al concepto
de “normalidad”. Podríamos decir que esa capacidad de ajuste nos
habla de un organismo normal que sin embargo podemos o no
considerar como saludable. Pensemos, por ejemplo, en una persona
que por alguna causa posee solamente un riñón. Supongamos
también que esta persona consigue cumplir con las demandas que
su medio le impone, consigue llevar una vida libre de obstáculos y
dar respuestas activas de modo tal que consigue conquistar un
ajuste y una interrelación de forma y de función con su medio
ambiente. Diremos en tal caso que esta persona es normal, en el
sentido restricto de compatibilidad con la vida, aunque no pueda
ser considerada como “saludable”. Y esto se fundamenta en la
incapacidad que caracteriza a esta persona para vivir en un medio
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diferente, en un medio que no sea restrictivo y controlado en relación
al cual ya ha conquistado un estado de equilibrio. En este caso,
como en otros, pensemos en ciertas malformaciones o afecciones.
Una persona puede ser normal en un medio determinado y no serlo
delante de cualquier variación o infracción del mismo. Recordemos
que saludable es, desde esta perspectiva, aquel que tolera y enfrenta
las infracciones.
Digamos, por fin, que por “normal” debemos entender algo
más que “compatible con la vida”. El concepto de normal está
indisolublemente vinculado con el promedio estadístico o tipo.
Sabemos que estos conceptos, lejos de ser estrictamente biológicos,
responden a parámetros o promedios considerados como “normas”
de adaptación y de equilibrio con el medio ambiente. Canguilhem
establece a este respecto un debate con aquellos teóricos que
suponen que existe una identificación entre norma y promedio
por la cual los valores considerados como promedios estadísticos
nos darían las medidas ciertas de aquello que debe ser considerado
como normal para un organismo. En Lo normal y lo patológico
invertirá esta suposición y afirmará que, en sentido estricto, no es
el promedio el que establece lo normal, sino que por el contrario,
“las constantes funcionales exprimen normas de vida que no son
el resultado de hábitos individuales sino de valores sociales y
biológicos”. Afirma que debemos considerar a los promedios
(constantes) fisiológicos como expresión de normas colectivas de
vida histórica y socialmente cambiantes.
Esto implica afirmar que cuando el hombre inventa formas de
vida inventa también modos de ser fisiológicos y es a través de la
variación de las normas sociales y vitales que se producen
variaciones en los promedios estadísticos que consideramos
constantes funcionales. De aquí podemos concluir que a medida
que el concepto de salud se piensa como equilibrio y adaptación,
como ajuste con el medio ambiente que puede ser traducido en
términos de promedios estadísticos y de constantes funcionales,
estamos olvidando o pasando por alto un hecho significativo: no
existe una barrera que separe taxativamente lo normal y lo
patológico. “Siendo que lo normal no tiene la rigidez de una
determinante que valga para toda la especie, sino la flexibilidad
de una norma que se transforma en relación a las condiciones
individuales, entonces es claro que el límite entre lo normal y lo
patológico se hace impreciso” (Canguilhem, 1990a, p. 145).
Esta imprecisión que se refiere a las fronteras estadísticas que
separan a varios individuos considerados simultáneamente es, en
cambio, “perfectamente precisa para un único y mismo individuo
considerado sucesivamente” (idem, ibidem). Como Canguilhem
insistirá, la distinción entre lo normal y lo patológico es algo muy
diferente de una simple variación cuantitativa como supusieron Claude
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Bernard, Augusto Comte o Émile Durkheim. Existe, por el contrario,
una diferencia sustancial, cualitativa entre un estado y otro que no
puede reducirse a cálculos, promedios o constantes. “Lo patológico
implica un sentimiento directo y concreto de sufrimiento y de
impotencia, sentimiento de vida contrariada” (Canguilhem, 1976, p.
187). La salud, por su parte, implica mucho más que la posibilidad
de vivir en conformidad con el medio externo, implica la capacidad
de instituir nuevas normas.
Salud y bienestar
Recordemos una vez más la definición de salud enunciada
por la OMS: “La salud es un completo estado de bienestar físico,
mental y social y no la mera ausencia de molestia o enfermedad”
(Moura, 1984, p. 43). Esta definición es frecuentemente objeto
de críticas. Se dice, por ejemplo, que es un concepto utópico
porque ese estado es inalcanzable. Se dice que es imposible
medir el nivel de salud de una población a partir de ese concepto
porque las personas no permanecen constantemente en estado
de bienestar. Se afirma, la mayor parte de las veces, que se trata
de una definición carente de objetividad por que está fundada en
un concepto subjetivo que es el concepto de bienestar. Madel
Luz (1979, p. 165), por ejemplo, dirá que “no es necesario ni
posible adoptar la poética definición de la OMS porque no
tendríamos como medir, por la subjetividad implícita en la
definición, la extensión de la ausencia de salud en la población
brasilera a lo largo de su historia”.
Según parece, la mayor dificultad de esta definición radica en el
carácter “cambiante”, “móvil” y “subjetivo” que parece ser inherente
al concepto de bienestar. Creemos, sin embargo, que el carácter subjetivo
parece ser un elemento inherente a la oposición salud-enfermedad.
Es necesario pensar, que aunque se restrinja el fenómeno salud al
ámbito de lo puramente biológico, existe un elemento, caracterizado
y categorizado como síntoma, que no puede ser nunca liberado
absolutamente de su carácter subjetivo. Nos referimos al “dolor”. En la
medida en que todo dolor es una sensación, necesariamente variará
de acuerdo a aquel que lo siente y no siempre podrá ser enunciada
del mismo modo por diferentes sujetos, aun cuando pueda ser
reducido a un “padrón constante”. De acuerdo con esto, será preciso
afirmar que incluso el más riguroso y estrecho mecanicismo biologisista
(en la medida en que no puede prescindir de referencias a “síntomas”
y consecuentemente a estados subjetivos de “dolor”) no puede escapar
de esa crítica.
Esto es, el carácter subjetivo es inseparable del concepto de
salud y esa asociación permanecerá cualquiera sea la definición,
restricta o ampliada, que demos de la misma.
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Ciertamente, no pretendemos afirmar aquí que la definición de
la OMS no tiene objeciones. Por el contrario, creemos que es
necesario problematizarla mostrando que existe una dificultad
inherente a la misma. Creemos que este concepto, más que
impracticable, por utópico y subjetivo, puede resultar políticamente
conveniente para legitimar estrategias de control y de exclusión
de todo aquello que consideramos como indeseado o peligroso.
En el momento en que se afirma que el “bienestar” es un valor
(físico, psíquico y social) se está reconociendo como perteneciente
al ámbito de la salud todo aquello que en una sociedad y en un
momento histórico preciso calificamos de modo positivo (aquello
que produce o que debería producir una sensación de bienestar):
la laboriosidad, la convivencia social, la vida familiar, el control de
los excesos. Y al hacerlo se descalificará, inevitablemente, como
un dis-valor, como su reverso patológico y enfermizo todo aquello
que se presente como peligroso, indeseado o que simplemente se
considera como un mal. Como afirma Canguilhem (1990a, p. 211)
citando a Bachelard: “la voluntad de limpiar necesita de un
adversario que esté a su altura”.
Nos parece que hay algo que se escapa en esa definición, algo
que Nietzsche supo enunciar en uno de sus aforismos de La gaya
ciencia (af. 338) cuando denuncia que aquellos que pretenden
socorrer a los otros “no piensan que el infortunio puede ser una
necesidad personal y que ustedes y yo podemos necesitar tanto del
terror, de las privaciones, de la pobreza, de las aventuras, de los
peligros, de los desengaños como de los bienes contrarios”. Lo
cierto es que, los infortunios así como las enfermedades, sean
procurados o no deseados, forman parte de nuestra existencia y no
pueden ser pensados en términos de crímenes y de castigos. Y es
algo de eso lo que hacemos cuando pensamos las infracciones en
términos de enfermedad, cuando asistimos medicamente a los
“indeseables”, cuando consideramos como objeto de medicalización
a aquellos sujetos que no desean, o simplemente no procuran conquistar
ese amplio y equívoco valor al que llamamos de “bienestar”.
Y esta ambigüedad parece ser aún más difícil de aceptar cuando
hablamos de bienestar social o mental. Dejours (1986) afirmará
que no sólo es difícil precisar lo que debemos entender por “bienestar
mental”, sino que yendo más lejos, puede resultar “muy peligroso
intentar precisarlo”. Para explicar esto recurrirá a dos ejemplos: el
alcoholismo y la angustia. El estado de bienestar parece suponer
una existencia sin angustias, sin considerar que forman parte de la
propia historia de cada ser humano pudiendo resultar mucho más
estimulante que la absoluta carencia de desafíos, algo así como la
calma que precede a la nada.
Pero al hablar de bienestar social y mental, sin problematizar
esos conceptos, el discurso médico acaba ocupando el lugar del
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discurso jurídico y todo aquello que consideramos peligroso se
torna objeto de una intervención que ya no estará fundada en la
pretensión de proteger a la sociedad de esos sujetos indeseables,
sino que por el contrario, se sustentará en la certeza de que esa
intervención persigue un objetivo altruista: la recuperación de esos
sujetos. Es preciso negarse a aceptar cualquier tentativa de
caracterizar a los infortunios como patologías que deben ser
medicamente asistidas, así como es preciso negarse a admitir un
concepto de salud fundado en una asociación con todo aquello
que consideramos como moral o existencialmente valorable. Por
el contrario, es preciso pensar en un concepto de salud capaz de
contemplar y de integrar la capacidad de administrar en forma
autónoma ese margen de riesgo, de tensión, de infidelidad, y por
que no decirlo, de “malestar” con el que inevitablemente todos
debemos convivir.
Si analizamos ahora el concepto de salud de la OMS desde la
perspectiva teórica apuntada por Canguilhem, veremos que aquí
también existe un equívoco y una superposición entre los conceptos
de salud y normalidad. Es que el concepto de normal es doble. Por
un lado nos remite, como ya vimos, a la noción de promedio
estadístico, de constantes y tipos, pero por otro lado, se trata de un
concepto valorativo que se refiere a aquello que es considerado
como deseable en un determinado momento y en una determinada
sociedad. Ocurre que, tal como afirma Michel Foucault (1992, p. 181),
“el elemento que circula de lo disciplinario a lo regulador, que se
aplica al cuerpo y a las poblaciones y que permite controlar el
orden del cuerpo y de los hechos de una multiplicidad humana es
la norma”.
Es por eso que para Canguilhem (1976, p. 204), el concepto de
normal, entendido como valor, no se opone ni a la enfermedad ni
a la muerte, sino a la monstruosidad que es su contra-valor vital. Y
la monstruosidad no es un fenómeno biológico, sino que es
intermediario entre lo médico y lo jurídico. Monstruosidad se asocia
a diferencia, a variabilidad de valor negativo en sentido vital y
social. Es aquello que consideramos como social y medicamente
peligroso y nocivo.
Recordemos que la definición de la OMS nos habla de un estado
de bienestar físico, mental y social. Sin embargo, parece no
considerarse que lo que llamamos bienestar se identifica con todo
aquello que en una sociedad, y en un momento histórico preciso,
es valorizado como “normal” excluyendo, en consecuencia, todo
aquello que desvalorizamos y consideramos como simple “anomalía”
o “monstruosidad”.
Esta definición corre por lo menos dos riesgos. Por un lado se
limita a valorizar la capacidad de aceptación de aquello que es
considerado como deseable, desconociendo así, que el concepto
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de salud excede la aceptación y se vincula con la capacidad de ser
normativo. Por otra parte, y como ya lo dijimos, Canguilhem toma
como punto de partida para sus análisis un hecho que contradice
esa definición fundamentada en el concepto de “bienestar”. Para
él, las infidelidades del medio, los fracasos, los errores y el malestar
forman parte constitutiva de nuestra historia y desde el momento
en que nuestro mundo es un mundo de accidentes posibles, la
salud no podrá ser pensada como carencia de errores y sí como la
capacidad de enfrentarlos.
El concepto de bienestar, tal como el concepto de equilibrio,
limita el alcance de la salud a ese ámbito que es propio del concepto
de normalidad, que piensa la normalidad, ya no en términos de
promedios estadísticos y constantes funcionales, sino en términos
de valores que son social e históricamente afirmados como tales.
El concepto de la OMS excluye cualquier posibilidad de pensar
en las anomalías como simples variaciones del tipo específico que
pueden devenir, en ciertas circunstancias, también normativas. Esto
nos lleva a otra dificultad. En el momento en que se asocian los
conceptos de normalidad y salud, también y como consecuencia
inevitable, se asociarán los conceptos de patología y anomalía.
Siendo así, cualquier variación del tipo específico (tal es la definición
que Canguilhem da de anomalía) será considerada como patológica,
esto es como una variación biológica de valor negativo y
consecuentemente como medicalizable. Esta extensión de la
terapéutica a cualquier variabilidad parece olvidar que la patología
sólo puede ser así considerada por referencia al reconocimiento
que el propio ser vivo hace de sí como enfermo, pues sólo él
puede conocer el punto exacto en que comienza la enfermedad.
Ese punto estará dado por la incapacidad de dar respuesta a los
deberes que su medio le impone. Como ya señalamos, estar
enfermo es poder vivir sólo en un medio restricto, limitado.
Por fin, digamos que las mismas dificultades señaladas por Dejours
(1986) al hablar de bienestar mental se repiten al hablar de bienestar
social. Como afirmará Canguilhem (1990a, pp. 223 e ss.) en su
crítica a Comte: no podemos hablar sin ambigüedad de normalidad
y de patología social. Lo normal y lo patológico, aunque nos remitan
a valores sociales, no pueden ser pensados independientemente
de los valores vitales y, consecuentemente, no pueden ser
predicados sin generar dificultades en lo social.
Según la concepción de Canguilhem, no existen las así llamadas
patologías, ni las así llamadas anormalidades sociales. En ese sentido
un “malestar social”, bajo ningún aspecto, podría ser pensado como
una patología tal como puede ser, por ejemplo, aquel que es
experimentado por un extranjero ante las dificultades e infidelidades
que su nuevo medio le impone. Es justamente en ese amplio
margen de patologías sociales donde pueden centrarse las críticas
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a Comte y a Durkheim. Ambos supusieron, aunque de maneras
diferentes, que es posible trazar analogías entre el cuerpo y la
sociedad y que, en consecuencia, es posible hablar de anomalías o
de patologías sociales que abarcan un amplio espectro que puede
incluir al suicidio, al crimen o a la revolución.
La salud como valor social
Analicemos ahora el concepto “ampliado” de salud formulado
en la VIII Conferencia. El mismo posee la capacidad y el mérito
de haber conseguido direccionar la atención para la estrecha
conexión existente entre la salud de los sujetos y la sociedad de la
que forman parte.
Recordemos su enunciado: “En sentido amplio la salud es la
resultante de las condiciones de alimentación, habitación, educación,
renta, medio ambiente, trabajo, transporte, empleo, tiempo libre,
libertad, acceso y posesión de tierra y acceso a los servicios de
salud. Siendo así, es principalmente el resultado de las formas de
organización social, de producción, las cuales pueden generar
grandes desigualdades en los niveles de vida” (Fase Publicações,
1987, pp. 10-1).
Nos encontramos aquí con la explicitación de un reconocimiento
que ya era propio de la tradición higienista centrada en la
determinación social de la enfermedad. Tal reconocimiento nos
parece, sin duda, que no tiene objeción. Resulta imprescindible
explicitar, aunque sea bajo una enunciación meramente agregativa,
los factores que socialmente inciden y determinan el estado de
salud y de enfermedad de los sujetos, considerados individualmente
o como grupos humanos. Creemos, sin embargo, que es preciso
cuestionar este concepto en la medida en que reproduce algunos
de los mismos errores que ya señalamos cuando nos referimos a la
definición de la OMS. En tal sentido creemos que puede resultar
esclarecedora la crítica que Paulo Cesar Nascimento (1992) dirige
contra este concepto. Aun sin tomar como punto de partida para
su análisis el pensamiento de Georges Canguilhem, este autor
deberá privilegiar necesariamente la pluralidad, la diversidad y la
singularidad, siendo que estos son elementos constitutivos de la
problematización arendtiana de la condición humana en la que
fundamenta sus reflexiones.
Según este autor, la conceptualización de la VIII Conferencia
acaba situando la salud y la enfermedad como fenómenos
superestructurales que reproducen, como una resultante o como
un reflejo, una única dimensión considerada como determinante
absoluta: la “base socioeconómica” o infraestructura económica.
Así, aquella que se propone como la forma más progresista e
innovadora de conceptualizar la salud, puede acabar por resultar
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políticamente poco operativa o simplemente inhibidora de acciones
efectivas. Como afirma Nascimento (idem, p. 189), “no es difícil
deducir a partir de esta conceptualización que sólo se podrá alcanzar
la salud plena transformando las formas de organización social de
producción, o sea instituyendo una nueva sociedad”. Siendo así,
esta definición nos coloca delante de un desplazamiento significativo.
La política de salud deja de tener un objetivo propio y pasa a ser
considerada como instancia de una estrategia más abarcadora: la
transformación social. No se consideran así las intervenciones
efectivamente realizadas que son pensadas como propias de
políticas reformistas.
Los riesgos de esta conceptualización son varios. En primer
lugar se pierde cualquier referencia a una especificidad biológica
o psíquica de la enfermedad, no se la toma en cuenta, siendo
excluida cualquier referencia a una dimensión “vital”. El ‘bios’ no
es mencionado ni siquiera como un elemento más entre todos los
que allí se explicitan. En segundo lugar, y como consecuencia de
esa omisión, parece quedar excluido de la polaridad salud-
enfermedad cualquier afección que no sea resultante de condiciones
sociales precarias, fenómeno que se desmiente cuando observamos
las condiciones de salud de países opulentos. Como afirma
Nascimento siguiendo a Hannah Arendt, la polaridad salud-
enfermedad no es sólo una resultante, sino también una constante
que nos remite a la polaridad insuperable y universal existente
entre la vida y la muerte. Sin pretender negar o disminuir la
importancia de la determinación social de la enfermedad, creemos
necesario señalar que una conceptualización operativa de ‘salud’
no puede reducir su alcance a un efecto de las desigualdades
sociales entendido como elemento exclusivo y excluyente.
Existe otro límite de la conceptualización dada por la VIII
Conferencia que se vincula con aquel que señalamos al hablar del
concepto de la OMS. Me refiero a la amplitud y extensión que
alcanza una definición agregativa en la que todos, absolutamente
todos, los órdenes de la existencia pueden ser pensados en términos
de salud-enfermedad: trabajo, alimentación, tiempo libre, placer
etc. En la medida en que aceptamos tal extensión corremos el
riesgo de que todos los ámbitos de la existencia de los hombres
puedan ser considerados como medicalizables. El ámbito de la
asistencia y del saber médico (con toda la amplitud que este término
implica) pueden ser extendidos inclusive a espacios aparentemente
tan subjetivos e individuales como es, por ejemplo, el de la
“felicidad”. A este respecto concordamos con la apreciación de
Nascimento relativa a los riesgos de esta extensión. “De la forma
en que se coloca la salud en las resoluciones de la VIII CNS,
queda la impresión de que el movimiento sanitario se quiere colocar
como ‘clase universal’ en la perspectiva que Marx le atribuía al
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proletariado, no restándole a las otras fuerzas nada para hacer. O
sea el movimiento sanitario desde esta perspectiva se erige como
el “rey filósofo” de la sociedad, es el que al colocar la cuestión de
la salud como eje de todas las transformaciones necesarias a la
sociedad termina “creyéndose con el derecho de tener la palabra
final sobre todas las luchas reivindicatorias existentes, en muchas
de las cuales, la salud aunque sea importante, no es el tema principal
ni el camino para reivindicaciones más radicales” (idem, ibidem,
p. 190). Intentar reducir todos los fenómenos de la existencia a la
dualidad salud-enfermedad puede llevar a equívocos, tanto a la hora
de exigir reivindicaciones y derechos que ni siempre pueden ser
pensados en términos de salud, como a la hora de legitimar una
extensión de respuestas “terapéuticas” para los conflictos sociales.
Resta finalmente problematizar el concepto de salud de la VIII
Conferencia a partir de las teorizaciones de Canguilhem. En primer
lugar, creemos que este retorno puede resultar operativo desde el
momento en que los conceptos de salud y enfermedad son pensados
en el interior de un juego que se establece entre determinaciones
sociales y límites o capacidades vitales. Este concepto supone una
polaridad entre el organismo y su medio social. Pero, podría
objetarse que aun cuando Canguilhem nos hable insistentemente
de esa polaridad, parece excluir una preocupación consistente y
claramente direccionada para esos determinantes sociales de las
enfermedades. Dicho de otro modo, se podría objetar que al hablar
de la necesidad de integrar esas infidelidades del medio como un
elemento indispensable para tematizar la salud, se corre el riesgo
de legitimarlas en lugar de combatirlas.
Creemos que es posible y necesario hacer otra lectura del
texto de Canguilhem. Si el concepto de salud se define por esa
capacidad de tolerancia para con las infidelidades del medio y si
se trata de un concepto relativo, en el sentido de que existen
personas más o menos saludables en situaciones concretas,
entonces podemos concluir que el mismo debe ser extendido,
no sólo a la capacidad de auto cuidado, señalada por Canguilhem
(1990a, p. 158) como un elemento central, sino que también
debe contemplar, y de un modo privilegiado, a todos esos
determinantes sociales que la definición de la VIII Conferencia
enumera. La distribución de la enfermedad en la población nos
habla directamente de la vinculación existente entre esa
propensión a caer enfermo y la falta de condiciones mínimas en
lo que se refiere a alimentación, habitación, educación etc. Si
pensamos por ejemplo en la tuberculosis, podremos observar
que los organismos menos saludables son aquellos que poseen
menor capacidad (falta de alimentación, de vivienda, de educación,
incapacidad de auto cuidado etc.) para tolerar y enfrentar esta
infidelidad (en este caso el bacilo de Koch) que su medio presenta.
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Lo mismo podemos decir si pensamos en el caso frecuente de
chicos desnutridos o con deficiencias por falta de alimentación y
de estimulación apropiadas. Muchas veces pueden sobrevivir en
circunstancias muy determinadas y controladas pudiendo ser
considerados como “normales”, compatibles con su medio. Pero,
si este medio es alterado, si pasamos de un medio restrictivo y
controlado para un medio plagado de infidelidades es muy posible
que no posean la capacidad para tolerarlas y entonces aquello que
era “normal” se convierte en patológico. Esto significa que capacidad
de tolerancia para enfrentar las dificultades está directamente
vinculada a valores no sólo biológicos sino también sociales (idem,
ibidem, p. 162).
La salud colectiva
Para concluir, es preciso que nos interroguemos por la
operatividad del concepto de salud esbozado por Canguilhem
cuando pretendemos hacer extensivo este concepto, ya no a sujetos
individuales, sino a grupos o poblaciones, esto es cuando nos
preocupamos por la salud pública. Sin duda, el concepto de la VIII
Conferencia perseguía un objetivo que no podemos dejar de
considerar. Ese objetivo es el de apuntar para esas carencias, esas
faltas, que inevitablemente son elementos determinantes en la
propagación de las más variadas enfermedades. Pero, el concepto
vulgar de salud del que nos habla ese autor nos invita a ser
cuidadosos con esa extensión.
Existe un elemento que muchas veces no se lo toma en cuenta
en el momento de programar políticas públicas y acciones
colectivas de salud. Se trata de un hecho que Canguilhem (1990b,
pp. 27-8) destaca al hablar de las intervenciones que la salud
pública realiza sobre las poblaciones. Recordemos la extensión
que Canguilhem hace del enunciado de Lerich: “La salud no es
sólo la vida en el silencio de los órganos, es también la vida en la
discreción de las relaciones sociales.”
Si consideramos este simple hecho que es la “discreción”,
veremos que el propio concepto de “salud pública” parece
objetable. Para Canguilhem (idem, p. 28) sería más correcto hablar
de “salubridad”. Esto porque la salud como fenómeno que no
posee una idea que le corresponda, como un fenómeno que es al
mismo tiempo presente y opaco, parece ser ajeno al espacio de lo
“público”. La salud se desenvuelve en el silencio cotidiano, en el
anonimato. “El hombre sano, que se adapta silenciosamente a sus
tareas, que vive su existencia en la libertad relativa de sus
elecciones, está presente en la sociedad que lo ignora.” La vida en
el silencio de los órganos reclama como contrapartida que ese
silencio sea ignorado, reclama la discreción de las relaciones. Por
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el contrario, quien solicita atención, quien precisa ser escuchado,
es aquel que se sabe y se siente enfermo. “Es el enfermo quien
pide ayuda, quien llama la atención.” Y es por eso que debería ser
la enfermedad, y no la salud, lo que se inscribe en el dominio de
lo “público”, de lo “publicitado”.
Si nuestro mundo es un mundo de accidentes posibles, de
dificultades e infidelidades y si la salud es entendida a partir del
conjunto de esos poderes que nos permiten, a cada uno de nosotros,
vivir bajo la imposición de ese medio que en principio no
escogimos, entonces es preciso y necesario que pensemos que la
“discreción” debe ser uno de los elementos, y no el menos
importante, a ser considerados a la hora de planificar políticas
públicas, tanto de asistencia como de prevención. Sin embargo,
para que esta discreción pueda ser efectiva, para que no se
transforme en “omisión”, debemos recordar una vez más que la
definición de salud esbozada por Canguilhem implica que ese
margen de seguridad y de tolerancia debe ser ampliado en un
máximo posible. La salud como producto implica no sólo seguridad
contra los riesgos, sino también capacidad para corregir ese margen
de tolerancia, ampliándolo de modo tal que nos permita enfrentarlos.
“Sin poder de expansión, sin dominio sobre las cosas, la vida es
indefendible” (idem, ibidem, p. 27). Podemos hablar de salud cuando
tenemos los medios para enfrentar nuestras dificultades y nuestros
compromisos. Y la conquista y ampliación de esos medios es una
tarea al mismo tiempo individual y colectiva.
“La salud es la libertad de darle al cuerpo de comer cuando
tiene hambre, de hacerlo dormir cuando tiene sueño, de darle
azúcar cuando baja la glicemia. No es anormal estar cansado o con
sueño, no es anormal tener una gripe ... . Puede que sea normal
tener algunas enfermedades. Lo que no es normal es no poder
cuidar de esa enfermedad, no poder ir a la cama y dejarse llevar
por la enfermedad, no poder dejar que las cosas sean hechas por
otros por algún tiempo, no poder parar de trabajar durante la gripe
y después poder volver” (Dejours, 1986, p. 11). Como vemos, la
salud entendida como margen de seguridad exige que integremos
aquellos elementos relativos a las condiciones de vida que fueron
enunciados en la definición ampliada de la VIII Conferencia.
Solamente que esa integración se da de un modo diferente. Pues,
tanto Dejours como Canguilhem parten de una misma suposición:
“La salud de las personas es un asunto ligado a las propias personas.
Esta idea es primordial y fundamental. No se pueden sustituir los
actores de la salud por elementos exteriores” (idem, ibidem, p. 8).
O dicho de otro modo, la frontera entre lo normal y lo patológico
sólo puede ser precisa para un individuo considerado
“simultáneamente”. Es cada individuo quien sufre y reconoce sus
dificultades para enfrentar las demandas que su medio le impone.
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GEORGES CANGUILHEM Y EL ESTATUTO
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Sandra Caponi
Doutora em lógica e filosofia da ciência,
profa. do Departamento de Saúde Pública da
Universidade Federal de Santa Catarina.
Rua João Pio Duarte Silva, 84/501, Córrego Grande,
88037-000, Florianópolis, SC — Brasil
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SANDRA CAPONI
L
a tematización de la salud, como una cuestión filosófica, pa-
rece tener por lo menos dos justificaciones plausibles. La
primera es que la salud es un tema filosófico frecuente en la
época clásica. De ese asunto se han ocupado, entre otros autores,
Leibniz, Diderot, Descartes, Kant y posteriormente Nietzsche.
Pero, cuando hablamos de salud parece ser Descartes quien se
ha convertido en una referencia obligada, desde el momento en
que se le atribuye la “invención de una concepción mecanicista
de las funciones orgánicas” (Canguilhem, 1990b, p. 20). Sin
embargo, esta afirmación parece ocultar algunas contribuciones
del pensamiento cartesiano. Por un lado está la distinción que se
debe hacer, según se indica en la VI meditación, entre un
mecanismo y un cuerpo humano, como por ejemplo, entre un
“reloj desregulado” y un “hombre hidrópico” (Descartes, 1981,
p. 73). Esta distinción, que difiere de aquella que podemos hacer
entre un reloj regulado y uno desregulado, indica la diversidad
existente entre la regulación maquínica y las funciones orgánicas
del hombre.
Por otro lado, y tal como lo afirma Maurice Merleau-Ponty,
será también Descartes quien reconocerá la existencia de una
parte del cuerpo humano vivo que es inaccesible a los otros, que
es, pura y exclusivamente, “accesible a su titular”. Será justamente
a partir de esta indicación de Descartes que Canguilhem construirá
su argumentación referida a la salud como un concepto vulgar y
como una cuestión filosófica. Aunque en la misma insistirá en la
necesidad de no tomar en serio el mecanicismo cartesiano pues,
según dirá, es imposible hablar de salud en un mecanismo.
La segunda justificativa será enunciada por Canguilhem en el
texto ya referido: La santé: concept vulgaire e question
philosophique. Allí nos recordará, siguiendo a Merleau-Ponty,
que “la filosofía es el conjunto de cuestiones donde aquel que
cuestiona es el mismo puesto en cuestión” (Canguillem, 1990b,
p. 36). En la medida en que todos nosotros compartimos esos
hechos propios de la condición humana, como son el padecimiento
del dolor y el sufrimiento, y en la medida en que todos vivimos
silenciosamente ese fenómeno al que le damos el nombre de
salud, parece que nos deparamos inevitablemente con una de
esas cuestiones en la que necesariamente estamos involucrados,
en la que necesariamente nos ponemos nosotros mismos en
cuestión.
De hecho no fue exclusivamente el pensamiento filosófico
clásico quien se ocupó de la salud. Basta que recordemos a
Nietzsche. Posteriormente serán Maurice Merleau-Ponty y Georges
Canguilhem quienes tomarán la salud como objeto de problematización
filosófica. El primero, centrándose en la temática de la corporeidad;
el segundo, en la oposición normal-patológico y en la historia de las
ciencias bio-médicas.
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Nos proponemos hacer aquí una revisión de la conceptualización
de la salud que Georges Canguilhem hará en diversos textos. De manera
obligada deberemos detenernos en el análisis de la primera edición de
Lo normal y lo patológico que data de 1943, así como en los ensayos
que después de veinte años darán lugar a la versión revisada de esa
obra. Con todo, será casi cincuenta años después de la primera edición
de Lo normal y lo patológico, en el año 1990, que este autor
problematizará el estatuto epistemológico de esa noción. Entonces,
intentará dar respuesta a la pregunta de si debemos hablar de un
concepto científico, de un concepto vulgar o de una cuestión filosófica
cuando nos referimos a la salud.
Canguilhem (1990b, p. 13) tomará como punto de partida para
este análisis a la tercera parte del Conflicto de las facultades de I.
Kant: “Podemos sentirnos bien, esto quiere decir, juzgar según
nuestra impresión de bienestar vital, pero nunca podemos saber si
estamos bien. La ausencia de la impresión (de estar enfermo) no le
permite al hombre expresar que él está bien, sino aparentemente
decir que él aparentemente está bien.” Lo que Kant afirma en
estas pocas y simples líneas es de absoluta relevancia. Nos invita a
pensar que la salud es un objeto ajeno al campo del saber objetivo.
Por su parte Canguilhem endurecerá y llevará al límite ese enunciado
kantiano al sustentar la tesis de que “no hay ciencia de la salud. La
salud, dirá, no es un concepto científico, es un concepto vulgar.
Esto no quiere decir trivial sino simplemente común, al alcance de
todos” (Canguilhem, idem, p. 14). Podemos decirlo de otro modo.
La salud no pertenece al orden de los cálculos, no es el resultado
de tablas comparativas, leyes o promedios estadísticos y, por lo
tanto, no pertenece al ámbito de los iniciados. Es, por el contrario,
un concepto que puede estar al alcance de todos, que puede ser
enunciado por cualquier ser humano vivo.
Para sostener esta tesis revisará rápidamente el discurso científico
mostrándonos que fisiólogos y biólogos prefieren prescindir de
cualquier conceptualización de la salud. Tal es el caso de Starling,
fisiólogo inglés inventor del término hormonio, en cuyo tratado,
Principios de humam phisiology, no aparece, en ningún momento,
la palabra ’health’ indexada. Claude Bernard, por su parte, parece
asociar la salud con divagaciones metafísicas. Así, aunque pueda
utilizar la expresión “organismo en estado de salud”, afirmará
explícitamente que “sólo hay en fisiología condiciones propias
para cada fenómeno que es preciso determinar exactamente, sin
perderse en divagaciones sobre la vida, la muerte, la salud, la
enfermedad y otras entidades de la misma especie” (idem, ibidem,
p. 19).
Esta exclusión explícita del concepto de salud del ámbito que
es propio del discurso científico, resulta ser altamente significativa.
Si nos preguntamos por los motivos de tal exclusión veremos que
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se deriva necesariamente del hecho de negarnos a aceptar esa
antigua y arraigada asociación por la cual se vincula la salud del
cuerpo con un efecto necesario de tipo mecánico. Si nos negamos
a aceptar la asociación cuerpo-mecanismo y pensamos que para
una máquina su estado de funcionamiento no es su salud y que su
desregulación nada tiene que ver con la enfermedad, entonces
deberemos excluir del concepto de salud las exigencias de cálculo
(de contabilidad) que poco a poco absorbieron su sentido individual
y subjetivo. Lo cierto es que, a partir del momento en que hablamos
de la salud como un fenómeno “no contabilizado, no condicionado,
no medido por aparatos”, la misma “dejará de ser un objeto para
aquel que se dice o se piensa especialista en salud” (idem, ibidem,
p. 24). Ocurre que cuando hablamos de salud no podemos evitar
las referencias al dolor o al placer y de ese modo estamos
introduciendo, sutilmente, el concepto de “cuerpo subjetivo”.
Entonces, no podremos dejar de hablar en primera persona allí
donde el discurso médico se obstina en hablar en tercera persona.
La trayectoria de Canguilhem como epistemólogo e historiador
de las ciencias nos impiden pensar que estas afirmaciones
pretendan sustentar una vuelta a la naturaleza salvaje o un
individualismo radical. De todos modos, en el texto referido,
Canguilhem tomará cuidado de distanciar este concepto vulgar
de salud, así como el concepto de cuerpo subjetivo o aquello
que llama de “salud en estado libre”, de esas modalidades actuales
de pensamiento que son el naturalismo y el anti-racionalismo.
Canguilhem está consciente de que “la defensa de la salud salvaje
privada, por no tomar en consideración la salud científicamente
condicionada, adoptó todas las formas posibles, inclusive las más
ridículas”.
1
El cuerpo subjetivo no es lo otro del saber científico, uno no
representa la alteridad radical del otro. Por el contrario, el cuerpo
subjetivo precisa de esos saberes que le sugieren aquellos artificios
que le permitirán sostenerse. “Una cosa es preocuparse por el
cuerpo subjetivo y otra es pensar que tenemos la obligación de
liberarnos de la tutela, juzgada represiva, de la medicina.” “El
reconocimiento de la salud como verdad del cuerpo, en sentido
ontológico, no sólo puede sino que también debe admitir la
presencia, como margen y como barrera, de la verdad en sentido
lógico, o sea de la ciencia. Ciertamente, el cuerpo vivido no es un
objeto, pero para el hombre vivir es también conocer” (idem,
ibidem, p. 36)
Esa salud sin idea, “presente y opaca”, es de todos modos lo
que valida y soporta las intervenciones que el saber médico puede
sugerir como artificios para sustentarla. Si hablamos de sugerir es
porque es necesario que el saber médico se disponga a aceptar
que cada uno de nosotros lo instruya sobre aquello que “solo yo
1
Canguilhem (1990,
p. 34) hará una
referencia significativa
en este punto. Dirá
que “el mismo hombre
que militó por una
sociedad sin escuelas
apeló por una
insurrección contra lo
que llamó de
‘expropiación de la
salud’, haciendo así una
clara alusión a Némesis
de la medicina, de
Ivan Illich.
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estoy capacitado para decirle”. Mi médico será, entonces, aquel
que me auxilie en la tarea de dar un sentido, que para mi no es
evidente, a ese conjunto de síntomas que de manera solitaria no
consigo descifrar. Un verdadero médico, dirá Canguilhem, será
aquel que acepte ser un exégeta más que un conocedor.
Si concordamos con Canguilhem en esta tesis de que no existe
un “concepto científico” de salud, entonces deberemos intentar
esclarecer que es lo que entiende por aquello que llamó de
“concepto vulgar”. Creemos que la delimitación de este concepto
nos permitirá llevar adelante un cuestionamiento de esas
definiciones de salud, que parecen ser en menor o mayor grado
aceptadas por todos (más o menos hegemónicas), para poder señalar
así cuales son sus límites y dificultades.
Pensemos en la definición dada por la Organización Mundial de
Salud (OMS) y por la VIII Conferencia Nacional de Salud (Brasília,
marzo de 1986) o aquella fundamentada en la idea de equilibrio y
de adaptación al medio. De ahí que nuestro interés en problematizar
esas conceptualizaciones corrientes de la salud tiene como objetivo
fundamental evidenciar que el ámbito de los enunciados, el ámbito
de los discursos, está en permanente cruzamiento con el ámbito de
lo no discursivo, de lo institucional. Es por ello que la aceptación de
determinado concepto implica mucho más que un enunciado, implica
el direccionamiento de ciertas intervenciones efectivas sobre el cuerpo
y la vida de los sujetos, implica la redefinición de ese espacio
donde se “ejerce el control administrativo de la salud de los
individuos”. Comencemos ahora por analizar e intentar esbozar ese
concepto vulgar de salud que propone Canguilhem.
La salud como apertura al riesgo
Ese concepto vulgar, que escapa de todo cálculo, tanto de
promedios estadísticos como de medición por aparatos, esa salud
no condicionada, es pensada por Canguilhem en términos de
“margen de seguridad”. Es por eso que dirá que al hablar de una
salud deficiente estamos hablando de “la restricción del margen de
seguridad, la limitación del poder de tolerancia y de compensación
a las agresiones del medio ambiente” (idem, ibidem, p. 35). Como
vemos, cincuenta años después, Canguilhem permanecerá fiel a
aquello que llamó de un esbozo de definición de salud en el año
1943. La salud era entendida entonces por referencia a la posibilidad
de enfrentar situaciones nuevas, por el margen de tolerancia (o de
seguridad) que cada uno posee para enfrentar y superar las
infidelidades del medio.
Quizás la mayor riqueza del análisis de Canguilhem esté en su
insistencia en tomar como punto de partida las infidelidades, los
errores. Lo normal y lo patológico introduce una importante
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inversión en los estudios referidos a la salud, una inversión por la
cual se privilegia el estudio de las anomalías, de las variaciones,
de los errores, de las monstruosidades, de las infracciones y de las
infidelidades, para así comprender e intentar demarcar el alcance
y los límites de los conceptos de normalidad, media, tipo y salud.
Como él mismo afirmará veinte años después de esa primera
edición: “hoy insistiría en la posibilidad y aún en la obligación de
esclarecer las formaciones normales por el conocimiento de las
formas monstruosas. Afirmaría, aún con mayor convicción, que no
hay diferencia entre una forma viva perfecta y una forma viva
malograda” (idem, 1990a, p.13). Este privilegio concedido al error
nos habla claramente de un concepto de salud que es ajeno a
cualquier padronización y a cualquier determinación fija y
preestablecida. El concepto de salud que será enunciado a partir
de allí deberá considerar e integrar las variaciones y las anomalías,
deberá ser lo suficientemente relativo como para atender a las
particularidades de aquello que para unos y para otros está contenido
en su percepción de lo que es “salud” y “enfermedad”. Siguiendo
esta misma línea argumentativa, Christophe Dejours (1986, p. 8) podrá
afirmar, refiriéndose específicamente al trabajo, que “es la variedad,
la variación, los cambios, lo que resulta más favorable a la salud”.
Pensar en la salud a partir de las variaciones y de las anomalías
implica negarse a aceptar un concepto que se pretenda de valor
universal, y consecuentemente, implica negarse a considerar la
enfermedad en términos de dis-valor o contra-valor. “Al contrario de
ciertos médicos siempre dispuestos a considerar las enfermedades
como crímenes porque los interesados son de cierta forma
responsables, por exceso o por omisión, creemos que el poder y la
tentación de tornarse enfermo es una característica esencial de la
fisiología humana. Transponiendo una frase de Paul Valéry, se puede
decir que “la posibilidad de abusar de la salud forma parte de la
salud” (Canguilhem, 1990a, p. 162). Desde esta perspectiva la salud
puede ser pensada como la posibilidad de caer enfermo y de poder
recuperarse, como “una guía reguladora de las posibilidades de
acción”. “Lo normal es vivir en un medio en que fluctuaciones y
nuevos acontecimientos son posibles” (idem, ibidem, p. 146).
Este análisis nos remite al concepto de “cuerpo subjetivo” al que
ya hicimos referencia. Y es a partir de esa singularidad que se pensará
al cuerpo vivo, “ese existente singular cuya salud expresa los poderes
que lo constituyen a partir del momento en que debe vivir bajo la
imposición de tareas, esto es en relación a la exposición a un medio
que él mismo no escogió” (idem, 1990b, p. 22). Es esa posibilidad,
diferente en cada uno de nosotros, de representarnos el conjunto de
capacidades o poderes que poseemos para conseguir enfrentar las
agresiones a las que necesariamente e inevitablemente estamos
expuestos.
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Ahora bien, este cuerpo no es una esencia presente de una vez
y para siempre. Supone una duplicidad: por un lado es aquello
que nos es dado (el genotipo), pero por otro, es algo que pertenece
al orden del efecto, es un producto (un fenotipo). Es en el juego
de esa duplicidad que se recortan las singularidades y que se
definen las capacidades para enfrentar las infidelidades. En el
primer caso, y al hablar de las composiciones peculiares del
patrimonio genético que existe en cada uno de nosotros, Canguilhem
resaltará que los errores de codificación genética pueden o no
determinar la existencia de patologías según sean las demandas
que el medio impone a los sujetos.
Pero es a partir del cuerpo entendido como efecto, como
producto, que surgen cuestiones teóricas y políticas que merecen
ser analizadas de manera detenida. “El cuerpo es un producto en
la medida en que su actividad de inserción en un medio
característico, su modo de vida escogido o impuesto, deporte o
trabajo, contribuyen a modelar su fenotipo, o sea a modificar su
estructura morfológica llevando a singularizar sus capacidades”
(idem, ibidem, p. 24).
Existen aquí dos cuestiones, referidas a dos modalidades diversas,
que adquiere el vínculo entre salud y sociedad que precisan ser
consideradas. Por un lado, existen condiciones de vida impuestas,
convivencia en un medio con determinadas características que no
son ni podrían ser escogidas: alimentación deficiente, analfabetismo
o escolaridad precaria, distribución perversa de la riqueza,
condiciones de trabajo desfavorables, etc. Todas estas características,
sumadas a las diferencias existentes en relación a las condiciones
de saneamiento básico, constituyen ese conjunto de elementos
que precisa ser considerado a la hora de programar políticas públicas
e intervenciones tendientes a crear estrategias de transformación
de las desigualdades que se definen como causas predisponentes
para diversas enfermedades. Hasta aquí la etiología social de la
enfermedad nos remite al ámbito de lo público y es en ese ámbito
que deberían delinearse las estrategias de intervención.
Por otra parte, existen estilos de vida escogidos, elecciones y
conductas individuales que pertenecen al ámbito de lo privado
pero que, sin embargo, también consideramos como datos a ser
explicitados cuando hablamos de “etiología social”. Es preciso
recordar que la normalización de las conductas y de los estilos de
vida forma parte del propio nacimiento de la medicina social.
Desde entonces, el ámbito de lo público y el ámbito de lo privado,
comenzaron a borrar sus fronteras haciendo que las políticas de
salud se conviertan en intervenciones, muchas veces coercitivas,
sobre la vida privada de sujetos considerados como “promiscuos”,
“alienados” o simplemente “irresponsables”. Al hablar del cuerpo
como un producto debemos considerar la complejidad de esa
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distinción que es aparentemente trivial (basta pensar en las políticas
de vacunación), pues, hasta hoy parece existir una falta de simetría
entre las intervenciones que privilegian uno u otro de esos ámbitos.
Así parece que resulta más simple normalizar conductas que
transformar condiciones perversas de existencia. “Es aquí que cierto
discurso encuentra su ocasión y justificación. Este discurso es el de
la higiene, disciplina médica tradicional, recuperada y disfrazada
por una ambición socio-político-médica de reglamentación de la
vida de los individuos.”
Esa consideración del cuerpo como algo dado y como un
producto llevará a Canguilhem a diferenciar la salud como estado
y como orden. Al hablar de la salud como un estado del cuerpo
dado, Canguilhem retomará el esbozo de esa definición de salud
que en 1943 diera en Lo normal y lo patológico. Es “poder caer
enfermo y recuperarse” y así al superar las enfermedades
convertirse en un cuerpo “más válido”. Es a partir de aquí que
podemos pensar en Pasteur. Acaso “la vacuna no es el artificio
de una infección justamente calculada para permitirle al organismo
oponerse, a partir de allí, a una infección salvaje?” (idem, ibidem,
p. 26). Por el contrario, una salud deficiente es aquella cuyo
margen de tolerancia es reducido. Así, lo que más tememos al
caer enfermos es la debilidad que nos expone a enfermedades
futuras disminuyendo de ese modo nuestro margen de seguridad.
Por otra parte, al referirse a la salud como expresión del cuerpo
“producto”, Canguilhem dirá que “es una seguridad vivida en el
doble sentido de seguridad contra el riesgo y de audacia para
corregirlo. Es el sentimiento de tener la capacidad de superar las
capacidades iniciales, es poder mandar a hacer al cuerpo aquello
que en principio parecía imposible” (idem, ibidem, p. 27). Y esto
puede ser dicho no sólo de los atletas o de las personas que
consiguen ajustar su organismo a exigencias diferentes de aquellas
que son esperables, sino también de aquellas que consiguen
transformar, corregir un medio social que es adverso. Salud es
entonces poseer una capacidad de tolerancia o de seguridad que
es más que adaptativa.
Por el contrario, la disminución de la salud referida al cuerpo
entendido como producto supone límites a esas compensaciones
contra las agresiones del medio. Y de la misma manera en que
ciertas enfermedades contribuyen a disminuir ese margen de
tolerancia, existe todo un conjunto de condiciones desfavorables
de existencia que deben ser consideradas como siendo causas
predisponentes para enfermedades futuras, tal es el caso de: falta
de alimentación adecuada, trabajo infantil, desnutrición o exposición
a inclemencias ambientales. Resta ahora intentar analizar, a partir
de este “concepto vulgar” esbozado por Canguilhem, aquellas
definiciones y conceptualizaciones de la salud que hoy son, de
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manera general, aceptadas para poder señalar así cuales son sus
límites y dificultades.
La salud como equilibrio
El equilibrio entre el organismo y el medio es, quizás, el modo
más clásico y antiguo de conceptualizar la salud. Recordemos que
una de las primeras definiciones que la historia nos revela se
refiere a la salud como equilibrio. Galeno, en uno de sus 83 textos
llamado Definiciones médicas, afirma que “la salud es el equilibrio
íntegro de los principios de la naturaleza, o de los humores que en
nosotros existen, o la actuación sin ningún obstáculo de las fuerzas
naturales. O, también, es la cómoda armonía de los elementos”
(Moura, 1989, p. 42).
Esta definición clásica, aunque transformada, permanece hasta
nuestros días bajo las más diversas enunciaciones. Hoy podemos
encontrarla como marco obligado de referencia para diferentes
grupos profesionales del área de salud. Tal es el caso de la definición
dada por Perkins: “salud es un estado de relativo equilibrio de
forma y de función del organismo que resulta de su ajuste dinámico
satisfactorio a las fuerzas que tienden a perturbarlo. No es un
interrelacionamiento pasivo entre la materia orgánica y las fuerzas
que actúan sobre ella, sino más bien una respuesta activa del
organismo en el sentido de ajuste” (Kawamoto, 1995, p. 11). La
crítica más frecuente dirigida a este concepto dirá que aun cuando
se hable de equilibrio dinámico y de respuesta activa, la crítica se
restringe pura y exclusivamente al ámbito de lo biológico, de lo
orgánico y así acaba reduciendo el fenómeno de la salud a un
mecanismo adaptativo sin detenerse a problematizar el hecho de
que muchas veces es el propio medio el que determina y condiciona
la aparición y la distribución social de las enfermedades. En tal
sentido se dirá que nos encontramos frente a un concepto restricto
y negativo. La salud es entendida exclusivamente como ausencia
de enfermedad y será como respuesta a esa restricción que surgirán
otros conceptos “ampliados” que afirmarán que la salud es algo
más que esa ausencia. En esta línea deberemos ubicar la definición
de salud dada por la OMS y aquella que fue enunciada en la VIII
Conferencia Nacional de Salud que, como veremos, también precisan
ser revisadas.
En la misma línea argumentativa, Ingman Pörn (1984, p. 7)
conceptualizará la salud en términos de equilibrio y afirmará que
“la salud es el estado que una persona obtiene exactamente en el
momento en que su repertorio de acción es relativamente adecuado
a los objetivos por ella establecidos”. Lennart Nordenfelt (1984, p. 12)
será categórico en su crítica a esta definición. Como él mismo
afirma, su principal objeción se dirije a la tesis del equilibrio cuyo
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problema crucial se encuentra en la variabilidad existente entre
los objetivos propuestos por diferentes personas. Si consideramos
esta variabilidad y el hecho de que muchas veces establecemos
metas que son inalcanzables, situaciones en las cuales no existe
armonía entre el repertorio de acciones y los objetivos establecidos,
parece que nos encontraríamos a cada paso con un caso de
enfermedad. Refiriéndose a la definición de Pörn dirá: “creo que
es obvio que allí se envuelve un uso considerablemente elástico
de la connotación que comúnmente damos a la ‘enfermedad’. Acaso
podemos aceptar la idea de que todos los casos de ‘fracaso’ (cuando
se debe a causas interpersonales) son casos de enfermedad?”
Nordenfelt parecería inscribirse así dentro de la perspectiva
teórica abierta por Canguilhem. Recordemos que para éste último
las infidelidades del medio, los fracasos, los errores y el malestar
forman parte constitutiva de nuestra historia porque nuestro mundo
es un mundo de accidentes posibles. Y es a partir de nuestra capacidad,
que no es unívoca sino diversa, para tolerar esas infracciones que
debemos pensar en el concepto de salud. Siendo así, la salud no
puede ser reducida a un mero equilibrio o capacidad adaptativa, sino
que debe ser pensada como esa capacidad que poseemos de instaurar
nuevas normas en situaciones que nos resultan adversas.
Recordemos que la salud puede definirse como “el conjunto de
seguridades en el presente y de seguros para el futuro”, como la
posibilidad de caer enfermo y recuperarse. La salud es en definitiva,
algo así como “un lujo biológico”. Como vemos, este concepto
nada tiene que ver con los parámetros de equilibrio, de adaptación
o de conformidad con el medio ambiente. Nada tiene que ver con
un interrelacionamiento pasivo entre la materia orgánica y las fuerzas
que actúan sobre ella, pero tampoco puede ser reducido a una
respuesta activa del organismo en el sentido de reajuste.
Podríamos decir que la definición de salud dada por Canguilhem
supone esta capacidad de adaptación. Sin embargo, la excede. Es
que la explicación orgánica de ajuste o adaptación no corresponde,
desde su perspectiva teórica, al concepto de salud sino al concepto
de “normalidad”. Podríamos decir que esa capacidad de ajuste nos
habla de un organismo normal que sin embargo podemos o no
considerar como saludable. Pensemos, por ejemplo, en una persona
que por alguna causa posee solamente un riñón. Supongamos
también que esta persona consigue cumplir con las demandas que
su medio le impone, consigue llevar una vida libre de obstáculos y
dar respuestas activas de modo tal que consigue conquistar un
ajuste y una interrelación de forma y de función con su medio
ambiente. Diremos en tal caso que esta persona es normal, en el
sentido restricto de compatibilidad con la vida, aunque no pueda
ser considerada como “saludable”. Y esto se fundamenta en la
incapacidad que caracteriza a esta persona para vivir en un medio
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diferente, en un medio que no sea restrictivo y controlado en relación
al cual ya ha conquistado un estado de equilibrio. En este caso,
como en otros, pensemos en ciertas malformaciones o afecciones.
Una persona puede ser normal en un medio determinado y no serlo
delante de cualquier variación o infracción del mismo. Recordemos
que saludable es, desde esta perspectiva, aquel que tolera y enfrenta
las infracciones.
Digamos, por fin, que por “normal” debemos entender algo
más que “compatible con la vida”. El concepto de normal está
indisolublemente vinculado con el promedio estadístico o tipo.
Sabemos que estos conceptos, lejos de ser estrictamente biológicos,
responden a parámetros o promedios considerados como “normas”
de adaptación y de equilibrio con el medio ambiente. Canguilhem
establece a este respecto un debate con aquellos teóricos que
suponen que existe una identificación entre norma y promedio
por la cual los valores considerados como promedios estadísticos
nos darían las medidas ciertas de aquello que debe ser considerado
como normal para un organismo. En Lo normal y lo patológico
invertirá esta suposición y afirmará que, en sentido estricto, no es
el promedio el que establece lo normal, sino que por el contrario,
“las constantes funcionales exprimen normas de vida que no son
el resultado de hábitos individuales sino de valores sociales y
biológicos”. Afirma que debemos considerar a los promedios
(constantes) fisiológicos como expresión de normas colectivas de
vida histórica y socialmente cambiantes.
Esto implica afirmar que cuando el hombre inventa formas de
vida inventa también modos de ser fisiológicos y es a través de la
variación de las normas sociales y vitales que se producen
variaciones en los promedios estadísticos que consideramos
constantes funcionales. De aquí podemos concluir que a medida
que el concepto de salud se piensa como equilibrio y adaptación,
como ajuste con el medio ambiente que puede ser traducido en
términos de promedios estadísticos y de constantes funcionales,
estamos olvidando o pasando por alto un hecho significativo: no
existe una barrera que separe taxativamente lo normal y lo
patológico. “Siendo que lo normal no tiene la rigidez de una
determinante que valga para toda la especie, sino la flexibilidad
de una norma que se transforma en relación a las condiciones
individuales, entonces es claro que el límite entre lo normal y lo
patológico se hace impreciso” (Canguilhem, 1990a, p. 145).
Esta imprecisión que se refiere a las fronteras estadísticas que
separan a varios individuos considerados simultáneamente es, en
cambio, “perfectamente precisa para un único y mismo individuo
considerado sucesivamente” (idem, ibidem). Como Canguilhem
insistirá, la distinción entre lo normal y lo patológico es algo muy
diferente de una simple variación cuantitativa como supusieron Claude
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Bernard, Augusto Comte o Émile Durkheim. Existe, por el contrario,
una diferencia sustancial, cualitativa entre un estado y otro que no
puede reducirse a cálculos, promedios o constantes. “Lo patológico
implica un sentimiento directo y concreto de sufrimiento y de
impotencia, sentimiento de vida contrariada” (Canguilhem, 1976, p.
187). La salud, por su parte, implica mucho más que la posibilidad
de vivir en conformidad con el medio externo, implica la capacidad
de instituir nuevas normas.
Salud y bienestar
Recordemos una vez más la definición de salud enunciada
por la OMS: “La salud es un completo estado de bienestar físico,
mental y social y no la mera ausencia de molestia o enfermedad”
(Moura, 1984, p. 43). Esta definición es frecuentemente objeto
de críticas. Se dice, por ejemplo, que es un concepto utópico
porque ese estado es inalcanzable. Se dice que es imposible
medir el nivel de salud de una población a partir de ese concepto
porque las personas no permanecen constantemente en estado
de bienestar. Se afirma, la mayor parte de las veces, que se trata
de una definición carente de objetividad por que está fundada en
un concepto subjetivo que es el concepto de bienestar. Madel
Luz (1979, p. 165), por ejemplo, dirá que “no es necesario ni
posible adoptar la poética definición de la OMS porque no
tendríamos como medir, por la subjetividad implícita en la
definición, la extensión de la ausencia de salud en la población
brasilera a lo largo de su historia”.
Según parece, la mayor dificultad de esta definición radica en el
carácter “cambiante”, “móvil” y “subjetivo” que parece ser inherente
al concepto de bienestar. Creemos, sin embargo, que el carácter subjetivo
parece ser un elemento inherente a la oposición salud-enfermedad.
Es necesario pensar, que aunque se restrinja el fenómeno salud al
ámbito de lo puramente biológico, existe un elemento, caracterizado
y categorizado como síntoma, que no puede ser nunca liberado
absolutamente de su carácter subjetivo. Nos referimos al “dolor”. En la
medida en que todo dolor es una sensación, necesariamente variará
de acuerdo a aquel que lo siente y no siempre podrá ser enunciada
del mismo modo por diferentes sujetos, aun cuando pueda ser
reducido a un “padrón constante”. De acuerdo con esto, será preciso
afirmar que incluso el más riguroso y estrecho mecanicismo biologisista
(en la medida en que no puede prescindir de referencias a “síntomas”
y consecuentemente a estados subjetivos de “dolor”) no puede escapar
de esa crítica.
Esto es, el carácter subjetivo es inseparable del concepto de
salud y esa asociación permanecerá cualquiera sea la definición,
restricta o ampliada, que demos de la misma.
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Ciertamente, no pretendemos afirmar aquí que la definición de
la OMS no tiene objeciones. Por el contrario, creemos que es
necesario problematizarla mostrando que existe una dificultad
inherente a la misma. Creemos que este concepto, más que
impracticable, por utópico y subjetivo, puede resultar políticamente
conveniente para legitimar estrategias de control y de exclusión
de todo aquello que consideramos como indeseado o peligroso.
En el momento en que se afirma que el “bienestar” es un valor
(físico, psíquico y social) se está reconociendo como perteneciente
al ámbito de la salud todo aquello que en una sociedad y en un
momento histórico preciso calificamos de modo positivo (aquello
que produce o que debería producir una sensación de bienestar):
la laboriosidad, la convivencia social, la vida familiar, el control de
los excesos. Y al hacerlo se descalificará, inevitablemente, como
un dis-valor, como su reverso patológico y enfermizo todo aquello
que se presente como peligroso, indeseado o que simplemente se
considera como un mal. Como afirma Canguilhem (1990a, p. 211)
citando a Bachelard: “la voluntad de limpiar necesita de un
adversario que esté a su altura”.
Nos parece que hay algo que se escapa en esa definición, algo
que Nietzsche supo enunciar en uno de sus aforismos de La gaya
ciencia (af. 338) cuando denuncia que aquellos que pretenden
socorrer a los otros “no piensan que el infortunio puede ser una
necesidad personal y que ustedes y yo podemos necesitar tanto del
terror, de las privaciones, de la pobreza, de las aventuras, de los
peligros, de los desengaños como de los bienes contrarios”. Lo
cierto es que, los infortunios así como las enfermedades, sean
procurados o no deseados, forman parte de nuestra existencia y no
pueden ser pensados en términos de crímenes y de castigos. Y es
algo de eso lo que hacemos cuando pensamos las infracciones en
términos de enfermedad, cuando asistimos medicamente a los
“indeseables”, cuando consideramos como objeto de medicalización
a aquellos sujetos que no desean, o simplemente no procuran conquistar
ese amplio y equívoco valor al que llamamos de “bienestar”.
Y esta ambigüedad parece ser aún más difícil de aceptar cuando
hablamos de bienestar social o mental. Dejours (1986) afirmará
que no sólo es difícil precisar lo que debemos entender por “bienestar
mental”, sino que yendo más lejos, puede resultar “muy peligroso
intentar precisarlo”. Para explicar esto recurrirá a dos ejemplos: el
alcoholismo y la angustia. El estado de bienestar parece suponer
una existencia sin angustias, sin considerar que forman parte de la
propia historia de cada ser humano pudiendo resultar mucho más
estimulante que la absoluta carencia de desafíos, algo así como la
calma que precede a la nada.
Pero al hablar de bienestar social y mental, sin problematizar
esos conceptos, el discurso médico acaba ocupando el lugar del
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discurso jurídico y todo aquello que consideramos peligroso se
torna objeto de una intervención que ya no estará fundada en la
pretensión de proteger a la sociedad de esos sujetos indeseables,
sino que por el contrario, se sustentará en la certeza de que esa
intervención persigue un objetivo altruista: la recuperación de esos
sujetos. Es preciso negarse a aceptar cualquier tentativa de
caracterizar a los infortunios como patologías que deben ser
medicamente asistidas, así como es preciso negarse a admitir un
concepto de salud fundado en una asociación con todo aquello
que consideramos como moral o existencialmente valorable. Por
el contrario, es preciso pensar en un concepto de salud capaz de
contemplar y de integrar la capacidad de administrar en forma
autónoma ese margen de riesgo, de tensión, de infidelidad, y por
que no decirlo, de “malestar” con el que inevitablemente todos
debemos convivir.
Si analizamos ahora el concepto de salud de la OMS desde la
perspectiva teórica apuntada por Canguilhem, veremos que aquí
también existe un equívoco y una superposición entre los conceptos
de salud y normalidad. Es que el concepto de normal es doble. Por
un lado nos remite, como ya vimos, a la noción de promedio
estadístico, de constantes y tipos, pero por otro lado, se trata de un
concepto valorativo que se refiere a aquello que es considerado
como deseable en un determinado momento y en una determinada
sociedad. Ocurre que, tal como afirma Michel Foucault (1992, p. 181),
“el elemento que circula de lo disciplinario a lo regulador, que se
aplica al cuerpo y a las poblaciones y que permite controlar el
orden del cuerpo y de los hechos de una multiplicidad humana es
la norma”.
Es por eso que para Canguilhem (1976, p. 204), el concepto de
normal, entendido como valor, no se opone ni a la enfermedad ni
a la muerte, sino a la monstruosidad que es su contra-valor vital. Y
la monstruosidad no es un fenómeno biológico, sino que es
intermediario entre lo médico y lo jurídico. Monstruosidad se asocia
a diferencia, a variabilidad de valor negativo en sentido vital y
social. Es aquello que consideramos como social y medicamente
peligroso y nocivo.
Recordemos que la definición de la OMS nos habla de un estado
de bienestar físico, mental y social. Sin embargo, parece no
considerarse que lo que llamamos bienestar se identifica con todo
aquello que en una sociedad, y en un momento histórico preciso,
es valorizado como “normal” excluyendo, en consecuencia, todo
aquello que desvalorizamos y consideramos como simple “anomalía”
o “monstruosidad”.
Esta definición corre por lo menos dos riesgos. Por un lado se
limita a valorizar la capacidad de aceptación de aquello que es
considerado como deseable, desconociendo así, que el concepto
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de salud excede la aceptación y se vincula con la capacidad de ser
normativo. Por otra parte, y como ya lo dijimos, Canguilhem toma
como punto de partida para sus análisis un hecho que contradice
esa definición fundamentada en el concepto de “bienestar”. Para
él, las infidelidades del medio, los fracasos, los errores y el malestar
forman parte constitutiva de nuestra historia y desde el momento
en que nuestro mundo es un mundo de accidentes posibles, la
salud no podrá ser pensada como carencia de errores y sí como la
capacidad de enfrentarlos.
El concepto de bienestar, tal como el concepto de equilibrio,
limita el alcance de la salud a ese ámbito que es propio del concepto
de normalidad, que piensa la normalidad, ya no en términos de
promedios estadísticos y constantes funcionales, sino en términos
de valores que son social e históricamente afirmados como tales.
El concepto de la OMS excluye cualquier posibilidad de pensar
en las anomalías como simples variaciones del tipo específico que
pueden devenir, en ciertas circunstancias, también normativas. Esto
nos lleva a otra dificultad. En el momento en que se asocian los
conceptos de normalidad y salud, también y como consecuencia
inevitable, se asociarán los conceptos de patología y anomalía.
Siendo así, cualquier variación del tipo específico (tal es la definición
que Canguilhem da de anomalía) será considerada como patológica,
esto es como una variación biológica de valor negativo y
consecuentemente como medicalizable. Esta extensión de la
terapéutica a cualquier variabilidad parece olvidar que la patología
sólo puede ser así considerada por referencia al reconocimiento
que el propio ser vivo hace de sí como enfermo, pues sólo él
puede conocer el punto exacto en que comienza la enfermedad.
Ese punto estará dado por la incapacidad de dar respuesta a los
deberes que su medio le impone. Como ya señalamos, estar
enfermo es poder vivir sólo en un medio restricto, limitado.
Por fin, digamos que las mismas dificultades señaladas por Dejours
(1986) al hablar de bienestar mental se repiten al hablar de bienestar
social. Como afirmará Canguilhem (1990a, pp. 223 e ss.) en su
crítica a Comte: no podemos hablar sin ambigüedad de normalidad
y de patología social. Lo normal y lo patológico, aunque nos remitan
a valores sociales, no pueden ser pensados independientemente
de los valores vitales y, consecuentemente, no pueden ser
predicados sin generar dificultades en lo social.
Según la concepción de Canguilhem, no existen las así llamadas
patologías, ni las así llamadas anormalidades sociales. En ese sentido
un “malestar social”, bajo ningún aspecto, podría ser pensado como
una patología tal como puede ser, por ejemplo, aquel que es
experimentado por un extranjero ante las dificultades e infidelidades
que su nuevo medio le impone. Es justamente en ese amplio
margen de patologías sociales donde pueden centrarse las críticas
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a Comte y a Durkheim. Ambos supusieron, aunque de maneras
diferentes, que es posible trazar analogías entre el cuerpo y la
sociedad y que, en consecuencia, es posible hablar de anomalías o
de patologías sociales que abarcan un amplio espectro que puede
incluir al suicidio, al crimen o a la revolución.
La salud como valor social
Analicemos ahora el concepto “ampliado” de salud formulado
en la VIII Conferencia. El mismo posee la capacidad y el mérito
de haber conseguido direccionar la atención para la estrecha
conexión existente entre la salud de los sujetos y la sociedad de la
que forman parte.
Recordemos su enunciado: “En sentido amplio la salud es la
resultante de las condiciones de alimentación, habitación, educación,
renta, medio ambiente, trabajo, transporte, empleo, tiempo libre,
libertad, acceso y posesión de tierra y acceso a los servicios de
salud. Siendo así, es principalmente el resultado de las formas de
organización social, de producción, las cuales pueden generar
grandes desigualdades en los niveles de vida” (Fase Publicações,
1987, pp. 10-1).
Nos encontramos aquí con la explicitación de un reconocimiento
que ya era propio de la tradición higienista centrada en la
determinación social de la enfermedad. Tal reconocimiento nos
parece, sin duda, que no tiene objeción. Resulta imprescindible
explicitar, aunque sea bajo una enunciación meramente agregativa,
los factores que socialmente inciden y determinan el estado de
salud y de enfermedad de los sujetos, considerados individualmente
o como grupos humanos. Creemos, sin embargo, que es preciso
cuestionar este concepto en la medida en que reproduce algunos
de los mismos errores que ya señalamos cuando nos referimos a la
definición de la OMS. En tal sentido creemos que puede resultar
esclarecedora la crítica que Paulo Cesar Nascimento (1992) dirige
contra este concepto. Aun sin tomar como punto de partida para
su análisis el pensamiento de Georges Canguilhem, este autor
deberá privilegiar necesariamente la pluralidad, la diversidad y la
singularidad, siendo que estos son elementos constitutivos de la
problematización arendtiana de la condición humana en la que
fundamenta sus reflexiones.
Según este autor, la conceptualización de la VIII Conferencia
acaba situando la salud y la enfermedad como fenómenos
superestructurales que reproducen, como una resultante o como
un reflejo, una única dimensión considerada como determinante
absoluta: la “base socioeconómica” o infraestructura económica.
Así, aquella que se propone como la forma más progresista e
innovadora de conceptualizar la salud, puede acabar por resultar
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políticamente poco operativa o simplemente inhibidora de acciones
efectivas. Como afirma Nascimento (idem, p. 189), “no es difícil
deducir a partir de esta conceptualización que sólo se podrá alcanzar
la salud plena transformando las formas de organización social de
producción, o sea instituyendo una nueva sociedad”. Siendo así,
esta definición nos coloca delante de un desplazamiento significativo.
La política de salud deja de tener un objetivo propio y pasa a ser
considerada como instancia de una estrategia más abarcadora: la
transformación social. No se consideran así las intervenciones
efectivamente realizadas que son pensadas como propias de
políticas reformistas.
Los riesgos de esta conceptualización son varios. En primer
lugar se pierde cualquier referencia a una especificidad biológica
o psíquica de la enfermedad, no se la toma en cuenta, siendo
excluida cualquier referencia a una dimensión “vital”. El ‘bios’ no
es mencionado ni siquiera como un elemento más entre todos los
que allí se explicitan. En segundo lugar, y como consecuencia de
esa omisión, parece quedar excluido de la polaridad salud-
enfermedad cualquier afección que no sea resultante de condiciones
sociales precarias, fenómeno que se desmiente cuando observamos
las condiciones de salud de países opulentos. Como afirma
Nascimento siguiendo a Hannah Arendt, la polaridad salud-
enfermedad no es sólo una resultante, sino también una constante
que nos remite a la polaridad insuperable y universal existente
entre la vida y la muerte. Sin pretender negar o disminuir la
importancia de la determinación social de la enfermedad, creemos
necesario señalar que una conceptualización operativa de ‘salud’
no puede reducir su alcance a un efecto de las desigualdades
sociales entendido como elemento exclusivo y excluyente.
Existe otro límite de la conceptualización dada por la VIII
Conferencia que se vincula con aquel que señalamos al hablar del
concepto de la OMS. Me refiero a la amplitud y extensión que
alcanza una definición agregativa en la que todos, absolutamente
todos, los órdenes de la existencia pueden ser pensados en términos
de salud-enfermedad: trabajo, alimentación, tiempo libre, placer
etc. En la medida en que aceptamos tal extensión corremos el
riesgo de que todos los ámbitos de la existencia de los hombres
puedan ser considerados como medicalizables. El ámbito de la
asistencia y del saber médico (con toda la amplitud que este término
implica) pueden ser extendidos inclusive a espacios aparentemente
tan subjetivos e individuales como es, por ejemplo, el de la
“felicidad”. A este respecto concordamos con la apreciación de
Nascimento relativa a los riesgos de esta extensión. “De la forma
en que se coloca la salud en las resoluciones de la VIII CNS,
queda la impresión de que el movimiento sanitario se quiere colocar
como ‘clase universal’ en la perspectiva que Marx le atribuía al
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proletariado, no restándole a las otras fuerzas nada para hacer. O
sea el movimiento sanitario desde esta perspectiva se erige como
el “rey filósofo” de la sociedad, es el que al colocar la cuestión de
la salud como eje de todas las transformaciones necesarias a la
sociedad termina “creyéndose con el derecho de tener la palabra
final sobre todas las luchas reivindicatorias existentes, en muchas
de las cuales, la salud aunque sea importante, no es el tema principal
ni el camino para reivindicaciones más radicales” (idem, ibidem,
p. 190). Intentar reducir todos los fenómenos de la existencia a la
dualidad salud-enfermedad puede llevar a equívocos, tanto a la hora
de exigir reivindicaciones y derechos que ni siempre pueden ser
pensados en términos de salud, como a la hora de legitimar una
extensión de respuestas “terapéuticas” para los conflictos sociales.
Resta finalmente problematizar el concepto de salud de la VIII
Conferencia a partir de las teorizaciones de Canguilhem. En primer
lugar, creemos que este retorno puede resultar operativo desde el
momento en que los conceptos de salud y enfermedad son pensados
en el interior de un juego que se establece entre determinaciones
sociales y límites o capacidades vitales. Este concepto supone una
polaridad entre el organismo y su medio social. Pero, podría
objetarse que aun cuando Canguilhem nos hable insistentemente
de esa polaridad, parece excluir una preocupación consistente y
claramente direccionada para esos determinantes sociales de las
enfermedades. Dicho de otro modo, se podría objetar que al hablar
de la necesidad de integrar esas infidelidades del medio como un
elemento indispensable para tematizar la salud, se corre el riesgo
de legitimarlas en lugar de combatirlas.
Creemos que es posible y necesario hacer otra lectura del
texto de Canguilhem. Si el concepto de salud se define por esa
capacidad de tolerancia para con las infidelidades del medio y si
se trata de un concepto relativo, en el sentido de que existen
personas más o menos saludables en situaciones concretas,
entonces podemos concluir que el mismo debe ser extendido,
no sólo a la capacidad de auto cuidado, señalada por Canguilhem
(1990a, p. 158) como un elemento central, sino que también
debe contemplar, y de un modo privilegiado, a todos esos
determinantes sociales que la definición de la VIII Conferencia
enumera. La distribución de la enfermedad en la población nos
habla directamente de la vinculación existente entre esa
propensión a caer enfermo y la falta de condiciones mínimas en
lo que se refiere a alimentación, habitación, educación etc. Si
pensamos por ejemplo en la tuberculosis, podremos observar
que los organismos menos saludables son aquellos que poseen
menor capacidad (falta de alimentación, de vivienda, de educación,
incapacidad de auto cuidado etc.) para tolerar y enfrentar esta
infidelidad (en este caso el bacilo de Koch) que su medio presenta.
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Lo mismo podemos decir si pensamos en el caso frecuente de
chicos desnutridos o con deficiencias por falta de alimentación y
de estimulación apropiadas. Muchas veces pueden sobrevivir en
circunstancias muy determinadas y controladas pudiendo ser
considerados como “normales”, compatibles con su medio. Pero,
si este medio es alterado, si pasamos de un medio restrictivo y
controlado para un medio plagado de infidelidades es muy posible
que no posean la capacidad para tolerarlas y entonces aquello que
era “normal” se convierte en patológico. Esto significa que capacidad
de tolerancia para enfrentar las dificultades está directamente
vinculada a valores no sólo biológicos sino también sociales (idem,
ibidem, p. 162).
La salud colectiva
Para concluir, es preciso que nos interroguemos por la
operatividad del concepto de salud esbozado por Canguilhem
cuando pretendemos hacer extensivo este concepto, ya no a sujetos
individuales, sino a grupos o poblaciones, esto es cuando nos
preocupamos por la salud pública. Sin duda, el concepto de la VIII
Conferencia perseguía un objetivo que no podemos dejar de
considerar. Ese objetivo es el de apuntar para esas carencias, esas
faltas, que inevitablemente son elementos determinantes en la
propagación de las más variadas enfermedades. Pero, el concepto
vulgar de salud del que nos habla ese autor nos invita a ser
cuidadosos con esa extensión.
Existe un elemento que muchas veces no se lo toma en cuenta
en el momento de programar políticas públicas y acciones
colectivas de salud. Se trata de un hecho que Canguilhem (1990b,
pp. 27-8) destaca al hablar de las intervenciones que la salud
pública realiza sobre las poblaciones. Recordemos la extensión
que Canguilhem hace del enunciado de Lerich: “La salud no es
sólo la vida en el silencio de los órganos, es también la vida en la
discreción de las relaciones sociales.”
Si consideramos este simple hecho que es la “discreción”,
veremos que el propio concepto de “salud pública” parece
objetable. Para Canguilhem (idem, p. 28) sería más correcto hablar
de “salubridad”. Esto porque la salud como fenómeno que no
posee una idea que le corresponda, como un fenómeno que es al
mismo tiempo presente y opaco, parece ser ajeno al espacio de lo
“público”. La salud se desenvuelve en el silencio cotidiano, en el
anonimato. “El hombre sano, que se adapta silenciosamente a sus
tareas, que vive su existencia en la libertad relativa de sus
elecciones, está presente en la sociedad que lo ignora.” La vida en
el silencio de los órganos reclama como contrapartida que ese
silencio sea ignorado, reclama la discreción de las relaciones. Por
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el contrario, quien solicita atención, quien precisa ser escuchado,
es aquel que se sabe y se siente enfermo. “Es el enfermo quien
pide ayuda, quien llama la atención.” Y es por eso que debería ser
la enfermedad, y no la salud, lo que se inscribe en el dominio de
lo “público”, de lo “publicitado”.
Si nuestro mundo es un mundo de accidentes posibles, de
dificultades e infidelidades y si la salud es entendida a partir del
conjunto de esos poderes que nos permiten, a cada uno de nosotros,
vivir bajo la imposición de ese medio que en principio no
escogimos, entonces es preciso y necesario que pensemos que la
“discreción” debe ser uno de los elementos, y no el menos
importante, a ser considerados a la hora de planificar políticas
públicas, tanto de asistencia como de prevención. Sin embargo,
para que esta discreción pueda ser efectiva, para que no se
transforme en “omisión”, debemos recordar una vez más que la
definición de salud esbozada por Canguilhem implica que ese
margen de seguridad y de tolerancia debe ser ampliado en un
máximo posible. La salud como producto implica no sólo seguridad
contra los riesgos, sino también capacidad para corregir ese margen
de tolerancia, ampliándolo de modo tal que nos permita enfrentarlos.
“Sin poder de expansión, sin dominio sobre las cosas, la vida es
indefendible” (idem, ibidem, p. 27). Podemos hablar de salud cuando
tenemos los medios para enfrentar nuestras dificultades y nuestros
compromisos. Y la conquista y ampliación de esos medios es una
tarea al mismo tiempo individual y colectiva.
“La salud es la libertad de darle al cuerpo de comer cuando
tiene hambre, de hacerlo dormir cuando tiene sueño, de darle
azúcar cuando baja la glicemia. No es anormal estar cansado o con
sueño, no es anormal tener una gripe ... . Puede que sea normal
tener algunas enfermedades. Lo que no es normal es no poder
cuidar de esa enfermedad, no poder ir a la cama y dejarse llevar
por la enfermedad, no poder dejar que las cosas sean hechas por
otros por algún tiempo, no poder parar de trabajar durante la gripe
y después poder volver” (Dejours, 1986, p. 11). Como vemos, la
salud entendida como margen de seguridad exige que integremos
aquellos elementos relativos a las condiciones de vida que fueron
enunciados en la definición ampliada de la VIII Conferencia.
Solamente que esa integración se da de un modo diferente. Pues,
tanto Dejours como Canguilhem parten de una misma suposición:
“La salud de las personas es un asunto ligado a las propias personas.
Esta idea es primordial y fundamental. No se pueden sustituir los
actores de la salud por elementos exteriores” (idem, ibidem, p. 8).
O dicho de otro modo, la frontera entre lo normal y lo patológico
sólo puede ser precisa para un individuo considerado
“simultáneamente”. Es cada individuo quien sufre y reconoce sus
dificultades para enfrentar las demandas que su medio le impone.
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Recebido para publicação em agosto de 1997.
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